viernes, 20 de noviembre de 2015

Asco


¿Acaso te pedí, Creador, que convirtieras

en hombre el barro del que provengo?

¿Te induje que me sacaras de la oscuridad?

(El paraíso perdido)





“Queremos salir y sentarnos en los cafés como cualquier joven en otro país. Entonces comienzan secuestrando personas y matando a la gente en las calles. No sabíamos que esto pasaría. No sabíamos que ellos estuvieran aquí para matarnos. Nadie habla, está prohibido incluso pensar. “



Miren la escena que sigue; estoy sentado en mi sillón, de cuero blanco, cómodo, medio tumbado, con el ruido de la televisión enfrente. Está encendida, pero casi no le hago caso. Estoy más dormido que despierto, el día fue duro y debo descansar. Mi cuerpo me lo pide. Así que mantengo los ojos cerrados a intervalos. En ese duermevela se me mezclan los sueños, las imágenes que como en un caleidoscopio se me suceden una tras otra se funden con la realidad que me sobresalta. Como si alguien estuviera barajando cartas. Pego un respingo cuando esto sucede, cuando el artefacto televisivo emite un sonido más estruendoso, más estridente de la cuenta. Por ejemplo los anuncios, los anuncios siempre los ponen más altos, o una música desagradable e informativa que se te mete por los oídos y te los machaca. Peor que un boxeador lanzándote derechazos. Efectivamente, es un avance informativo, la musiquilla del telediario que viene a despertarte de tu sueño placentero. Entreabres los ojos, aún medio dormido te preguntas si ya acabó la película que estabas viendo, si habrán cogido al asesino, pero no lo sabrás o solo lo intuirás. Miras el reloj, aún no es muy tarde, aunque sí que te dormiste un buen rato, siempre te pasa porque eres una persona muy ocupada y muy trabajadora, y muy deportista y por tanto cuando te sientas en tu sillón de cuero blanco te quedas semidormido viendo cualquier película. Es lo normal y así sucede.



Pasemos ahora a observar la siguiente escena, si son tan amables y me siguen, vean a este joven chico; Hamza, trece años, natural de Raqqa, en Siria, joven árabe al cual le gusta jugar. Y sobre todo le gusta jugar al fútbol. Es aficionado al Real Madrid. Lo vemos equipado con unos pantalones largos, anchos, descoloridos, llenos de barro y tierra y unas sandalias con la suela rota, por la que en el zapato izquierdo le asoman los dos últimos dedos del pie. También lleva una camiseta del Real Madrid, por eso sabemos que es del Madrid, aunque por supuesto no es blanca, más bien gris, está sucia y es solo una burda imitación, seguramente regalo de su padre, que la compró o la obtuvo de algunas de las tiendas asiáticas de la ciudad. No lo sabemos. Pero ahora acerquemos más la cámara, demos un poco al zoom y fijémonos en su cara, en su expresión facial. El niño podríamos asegurar que es feliz en este instante. Le caen los churretes por las mejillas a consecuencia del sudor y la suciedad que se mezclan y es feliz, si, la boca la mantiene abierta, el pelo, un poco largo y negro, lo tiene desordenado, como si un ventilador muy grande lo estuviera despeinando, y los ojos bien abiertos, atentos, acechantes, dispuestos a lo que está haciendo en ese momento, manejando un balón de fútbol que pretende chutar a portería. La portería consiste en un muro de lo que alguna vez fue un colegio, pero ahora no es más que escombro y cimientos y hierros, y polvo, mucho polvo, un gran vertedero de basura, una gran montaña arruinada y triste, una fosa olvidada en la que descansan intranquilos los esqueletos de las personas que saltaron por los aires cuando aquella bomba cayó del cielo, ¿Qué será aquello? Un pájaro, un avión, no, es una bomba y nos va a aniquilar, a mí y a ti, a todos nosotros en un radio de casi un kilómetro a la redonda, porque no caerá una, sino varias, como una lluvia de granizos. Lo bueno es que ni te enterarás, puede que tengas suerte y simplemente te haga pedazos el cuerpo, lo cual te ahorraría mucho sufrimiento. La portería decimos, va de una ventana a la otra y está custodiada por Abu, amigo de Hamza, de su misma edad. Si tenemos a bien, y nos fijamos en Abu, su pose nos ofrece un chico atento, quizás no es la primera vez que juega de portero, ya que mantiene las piernas flexionadas, el tronco un poco inclinado, los brazos flexionados, mirada al frente, absorto en su ejercicio, en su objetivo, en que el balón no rebote en la pared, lo cual supondría que le han marcado. Como Hamza y Abu, seis chavales más juegan con ellos. Digamos que se entretienen y juegan como lo que son, niños. Hace un día soleado, demasiado soleado, no hay ni una nube en el cielo por lo que hay poca sombra. El calor es asfixiante, pero eso a los chicos les da igual. Ellos solo quieren jugar. La explanada desértica que se abre ante ellos es propicia para jugar un partido. Tienen suerte ya que han conseguido un balón de trapo gracias a Nasser, uno de los primos de Abu, uno de los seis, así que al menos hoy no tienen que jugar con latas. El montón de ruinas de alrededor se eleva como un graderío mudo, como un gran estadio de fútbol vacío. Visto desde fuera, sobrevolándolo, nos evocaría un escalofrío, como si varios voltios de electricidad recorrieran nuestro cuerpo. Parece un gran coliseo postrado, vencido.



Dejemos a los futbolistas y volvamos a mí, no en afán protagonista, por supuesto, sino para el buen entender de la historia que nos ocupa. Vedme abrir los ojos, incorporarme del sillón, adquirir una postura más ergonómica, más alerta, como si un peligro me acechara y tuviera que ponerme en guardia. Aún me cuesta enfocar la atención y la vista, aún estoy atolondrado, adormilado, pero algo escucho que me hace ponerme en guardia, como el espadachín de esgrima, con el florete apuntando al televisor. Ese algo es una gran explosión, como un gran estruendo, que rompe la monotonía de un discurso plano. Uno está tan tranquilo, tan acostumbrado a unos decibelios que en el momento que irrumpe un sonido más alto que otro, le sobresalta. En la pantalla, un sonido sordo, amplio, fuerte, como un trueno en tu misma habitación, como si hubiera caído justo al lado de ti, pero no, afortunadamente no cayó en tu salón, ni hay tormenta, afortunadamente es en la televisión, aunque ya me despertó, cachis, ya me robo el bonito sueño que me embriagaba. Mirad que interés en mi rostro. Mirad que rápido me espabilo. Los codos apoyados en la mesa, las manos en las sienes, mirando atento la retransmisión de la tele, ventana que nos acerca los últimos acontecimientos, las últimas guerras, el último partido de fútbol, las últimas gilipolleces que nos atontan. Mirad bien porque ahora me estremezco, ahora me horrorizo y trago saliva. La nuez me sube y me baja, aparto un segundo la mirada y miro la puerta de la cocina, solo un segundo, está cerrada, estoy solo en casa. Miro de nuevo la tele. Aparté la mirada pensando si de ese modo se acabaría lo que estaba saliendo en ella, lo que estaban diciendo en ella, pero lo siguen diciendo, aunque las palabras sobran cuando te bombardean con imágenes como esa. Sé que os preguntáis cuáles son esas imágenes y por qué no apago la televisión, si tanto me violentan, sería fácil, ya que el mando lo tengo al lado. Pero no lo hago. Mirad, mirad atentos, queridos amigos, hago el amago, muevo el brazo y poso mi mano sobre el mando, pero ahí se queda. No soy capaz de hacerlo. Quiero y no puedo. Quiero no creer. Quiero saber si lo que veo es verdad, si lo que veo no es parte de una película de ficción, de por ejemplo la película de asesinos que estaba viendo antes. Me pellizco, es increíble como la realidad puede superar la ficción. Me estremezco de nuevo, los ojos se me humedecen, es normal, es un proceso normal que a cualquier ser humano y civilizado y coherente, con un poquito de humanidad le sucede. Miren ustedes la televisión, la mía si quieren, o enciendan la suya propia. Observen entonces digo. Sintonicen cualquier canal y horrorícense conmigo. Escuchad el retumbar de la bomba y los proyectiles, los fusiles, la ráfaga de ametralladoras, los disparos de los AK-47, los kalashnikov rusos comprados en el mercado negro, los gemidos y gritos de horror. Vean la barbarie. Pongan todos sus sentidos en ella, miren como corren espantados los chicos a cualquier parte, como huyen del infierno. Porque lo que estáis viendo es el infierno. Un infierno en pleno Paris. Quién lo diría. Lo que suponías un parque de juegos, de divertimento, se transforma de repente en un infierno. Creías que en tu país, en tu ciudad, no existía el infierno y sin embargo ahora lo estás viendo conmigo, existe, es real. Los dos tenemos encendida la tele y lo vemos. Hay varios niños tirados en el suelo encima de un charco de sangre. Ahí tienes a uno, veámoslo, la sangre es suya, porque lleva rato ahí, tirado inerte, muerto, desangrándose porque le metieron no sé cuántas balas en el corazón que le arrancaron la vida, lo más preciado. El niño solo jugaba al fútbol, el chico no creía en el infierno, de hecho tampoco creía en el cielo ni en el paraíso, el niño solo jugaba al fútbol, repito. Lo hacía con sus amigos cuando el escuadrón de la muerte, armado con fusiles hasta los ojos y en nombre de Ala el impostor, apareció en el parque y lo arrasó. “Eran infieles. Bastardos. Mejor los matamos, no valen nada.” No viste como disparaban al segundo niño ya que te tapaste los ojos, pero no te preocupes, yo te lo cuento. Primero le pegaron una patada que lo tiro al suelo. Increíble como cayó. Como un saco de cemento. Gateó un poco, procurando zafarse del demonio, pero apareció un segundo terrorista que le pisó la cabeza, dios, le pisó la cabeza como si estuviera aplastando una colilla. La suela de la bota sobre su mejilla derecha, y de repente el cañón en su cuerpo, sobre su pecho, y el disparo, el ruido fatal. Y la nada. Ya la nada. Todo grabado desde un balcón. Alguien se asomó a la ventana alertado por los disparos. Alguien que en vez de esconderse debajo de la cama, cogió su cámara y se puso a grabarlo todo. Estamos en la civilización del espectáculo, del morbo, la era del gran hermano. Somos testigos directos. Miren. No es una película de guerra. Es la tele-realidad, pero no se preocupen, mañana ya se habrán olvidado. Mañana o pasado. Mañana iremos a buscar a nuestros hijos a la escuela, si es que tenemos, o irás al bar con los amigos, o a trabajar con tu horario de esclavo, y no te acordarás. No habrá pasado. Háganme caso, tranquilícense, respiren hondo, mañana todo habrá sido solo un mal sueño, una pesadilla. Total, estamos acostumbrados. Pero ahora lloren, por favor. Ahora ponte la bandera de Francia en el Facebook, je suis Francaes, ahora despotrica contra los musulmanes. Apiadados sean los bienaventurados. Pobres chicos franceses, europeos. Yo también lo pienso y lo siento. Duele. Pero te diré algo, ven, sentémonos aquí, al fuego, tranquilos ¿quieres algo de beber? ¿No? Yo me serviré un whisky con hielo ¿Recuerdas a Hamza, a Abu, a su primo Nasser, al resto de sus amigos en Raqqa? Estaban jugando al fútbol en un descampado, en un cementerio clandestino, asqueroso, en mitad de unas ruinas en medio de la nada. Los habíamos dejado allí. Hamza estaba a punto de rematar a gol. Era feliz, eran felices en ese momento. Habían conseguido una pelota de fútbol y jugaban. Jugaban al fútbol como lo hacían los chicos asesinados en Paris, solo que los chicos de Paris lo hacían en una pista de fútbol sala de verdad, y con porterías de verdad, y con un balón y equipaciones de verdad. Los niños de Paris eran de verdad. Son europeos y forman parte del espectáculo, del mundo civilizado, del primero, el de verdad, como si los demás no existieran, como si hubiera más de un mundo, el segundo y el tercero. Ellos están dentro de la pecera con nosotros. Una pecera en la que no hay tiburones, en la que no permitimos que entren pirañas ni monstruos. Nos conformamos con los nuestros. Haberlos hailos, por supuesto, pero los conocemos, son de la casa. Pero a veces ya saben, llueve porque el paraguas se rompe y mientras lo remplazamos claro, nos mojamos. Pues escúchenme, queridos amigos, compañeros de pecera, integrantes del primer mundo, los ocho chavales de Raqqa, en Siria, fueron aniquilados por una bomba caída del cielo. Del cielo no, no te engañes. De aviones supersónicos que en vez de llevar mensajes como las palomas mensajeras, llevaban bombas. Hamza no llegó a rematar a gol. Hamza voló por los aires y fue a parar al cementerio que hacía de graderío. No lo busques, no lo intentes. Es inútil. No te lo dirán. No lo encontrarás. No lo verás. Están fuera de la pecera. Pedacitos de Hamza se mezclarán con trocitos de Abu y con fragmentos de Nasser. Quizás un brazo se desgarró y fue a caer cien metros más allá, a lo lejos, y quedó señalando la portería, el muro del que a pesar de las bombas aún resiste a la insensatez humana, no todo, ya no tiene ventanas, pero aún se mantiene erguido con una especie de terquedad y dignidad sobrehumanas, divina. El muro de los chicos de Raqqa. El muro al que nunca llegó a rematar Hamza, la portería a la que nunca remató nadie, la meta que quedará huérfana de niños jugando a su alrededor, porque una vez más ganó el poder y la vergüenza, el hombre incivilizado, el que se cree civilizado, el hipócrita con doble rasero. En Occidente soy democrático, pero en Oriente y África soy interesado. Asco.



“Las declaraciones del principio del texto, son de un joven árabe de Raqqa, el cual, como es lógico, tiene miedo de vivir en semejante situación, y desea huir. Alejarse del infierno en el que vive tanto él como su familia y arriesgarse a que lo maten en otro lado, en busca de la paz que allí no tiene, total, el infierno se encuentra por todos sitios, el infierno convive con nosotros, somos nosotros y ellos, y en cualquier momento te puedes cruzar con él.”