lunes, 13 de mayo de 2013

Planetas



    


     El viento golpeaba ayer mi cara, no de una forma continuada, sino a ráfagas, como si alguien disparase un arma de fuego repetidas veces, sin parar, atravesándome la ropa seguida de la piel. Yo caminaba alzando la cabeza, observando el cielo pintado de gris con las nubes moviéndose de derecha a izquierda al compás del viento simulando una carrera de caballos, o de jirafas, o de monos en una selva oscura y triste, o de pájaros hambrientos en busca de alimento. Mis pasos resonaban produciendo una cadencia  monótona pero constante y en mi mente sólo lograba verla a ella, envuelta en una sábana blanca, con el pelo liso, moreno  y sus dos grandes ojos negros mirándome fijamente con la sonrisa más bonita y grande que vi en la vida. Pues esa imagen fue la que se me grabó a fuego hace ya dos años. Y desde entonces no hay día que no la vea. Unas veces de pie frente a mí, que también estoy de pie, observándola, aunque a veces simplemente estoy tumbado en la cama y ella aparece abriendo la puerta de mi habitación, ocupándola entera, absorbiendo toda la luz por lo que sólo queda ella y ya no hay habitación, ni puerta, ni luz, sólo un punto blanco sobre fondo negro, luminosidad pura. Otras se me presenta sentada detrás de una mesa de trabajo, o chapoteando en una piscina tirándome agua  encima, o corriendo, o tumbada…pero en todas veo sus ojos negros, como dos planetas oscuros que se mueven y se hacen más y más grandes hasta que chocan contra mi cabeza, giran en su órbita y se alejan hasta que desaparecen por completo de mi vista para volver más tarde. ¿Qué cómo se me grabó?...

sábado, 11 de mayo de 2013

Padres/Madres


     




    Vaya por delante que cualquier día debería ser bueno para declarar lo que declaro aquí, ahora y en este día martes 19 de marzo del año 2013, día del padre, día de los Joses, Pepes y demás nomenclatura. Otro día más y fiesta y excusa con que las grandes empresas se frotan las manos y otro día más donde los bienaventurados se ven en la obligación o necesidad imperiosa de comprar algo, consumir y regalar. Cuanto más elevado sea el importe del obsequio a regalar, mayor amor le demostrarás. Proporcional. En eso se ha convertido la sociedad. En la sociedad del consumo, del yo más y de la envidia, del capitalismo. Pero como dije antes, para mí, un día más, con sus veinticuatro horas y su rutina, en el que aprovecho para escribir algo que quizás no me atrevo a pronunciar con palabras, pensarlo si, pero pronunciarlo no, al menos a él. Quiero a mi padre, lo quiero aunque no se lo diga, hay cosas que no hacen falta decir o consideramos que no hacen falta decirlas, pensamos que con los actos basta y omitimos las palabras, como si estuvieran incrustadas en el acto en si, como el oxigeno en el aire, no lo vemos, pero está ahí, flotando… Actos que contienen palabras. Y quizás sea así, al fin y al cabo las palabras se las lleva el viento y lo que queda es el recuerdo del acto, la acción, como aquel piso donde vivimos de pequeños o aquellas vacaciones en Torremolinos o aquellos otros cuidados cuando uno estaba enfermo. Y como no puede haber un padre sin una madre, también hoy digo que quiero y amo a mi madre.  Así, por la misma razón que yo se que me quieren, yo los quiero a ellos. Por lo que no hoy, sino todos los días de mi vida, les quiero y les querré, aún sin palabras. A ellos les debo todo lo que soy y lo que no soy. No sabría que hacer sin ellos. Por eso mismo, sin palabras, como haría la brisa marina que acariciara piel y rostro en un dulce paseo por la playa, les susurro al oído una vez más que les quiero.

viernes, 10 de mayo de 2013

La porqueriza



    



    Me llamo Mike y a veces tengo impulsos nerviosos, violentos, episodios de ira desmedida, por mi mente sobrevuela o más bien, circula la idea, como lo hiciera un rayo atravesando el cielo, de despellejar a alguien, de oler el miedo que reflejan los ojos de una víctima indefensa, muda, postrada en el suelo, suplicando por su vida. Eso me excita. Y dicen que estoy loco. Yo no lo creo, simplemente necesito esa carga de adrenalina y tensión para continuar viviendo. Mis víctimas no son gente “normal” o al menos lo que yo entiendo por normales, son seleccionadas por mí, privilegiados espectadores de mi obra, quizás tengan algo que yo añoro o simplemente me dan envidia sus vidas tan perfectas y cuadriculadas. Además, un loco no tendría la cuidadosa cualidad e inteligencia para acometer más de treinta asesinatos a lo largo de los últimos cuatro años y salir impune de cada uno de ellos, sin pistas, sin huellas, simplemente con mi necesidad macabra saciada. No, no lo estoy definitivamente. Mis métodos son bien sencillos, me basto de una simple navaja de afeitar bien afilada, era de mi abuelo, con la empuñadura de madera e incrustaciones en plata, fina, del tamaño de un pulgar, su hoja reluce como un diamante y refleja, justo cuando la poso en el cuello de la víctima, mis pupilas negras, grandes, fijas en cierto punto muy alejado de la estancia, y poco más, unos simples cordones con los que inmovilizo las manos, pegándolas a la silla, cualquier paño viejo a modo de mordaza y un viejo y roído paño con el que limpio todo al acabar.
     La piel se me eriza, un infinito placer recorre mis venas principales hasta alcanzar la mano con la que empuño el arma y reacciono primero acariciando la superficie del cuello con la hoja, es un acto bastante íntimo y personal, lo hago con una ternura máxima, recuerdo las caricias de mi padre sobre mi cuerpo desnudo de pequeño y las mimetizo en cada ritual de manera solemne. Los ojos de mis victimas se tornan grandes, el terror con que me miran es puro éxtasis, las lágrimas recorren sus facciones sin parar inundando de angustia toda la sala. Forcejean inútilmente hasta que poco a poco cesan de mover músculo alguno debido a la acción de una droga paralizadora, ya sólo les queda contemplar horrorizados como los mutilo, como su vida se desprende poco a poco, lenta y cruelmente, semejante a los relojes de arena, grano a grano, gota a gota hasta quedar completamente vacío y es en ese punto donde alcanzo el clímax.
     ¿Qué dónde guardo los cadáveres? Tengo un caserón a las afueras de la ciudad, mi buen amigo Smith vive durante todo el año allí. La finca es grande, situada en un bonito valle lleno de encinas, robles, nogales y algún que otro pino, todo muy espacioso y colorido durante la primavera, un riachuelo baja apenas sin agua y divide la finca en dos. Si, allí tengo cerdos, el cerdo es sabido por todos que se alimenta y come cualquier cosa, engulle y devora sin parar y es Smith quien se encarga de alimentarlos. La porqueriza se encuentra justo detrás de la casa, bajando unas escalinatas, cerrada con llave con un portón grande, de un color rojo desteñido, a modo de desván, allí se acumula de todo y posee apartados donde los puercos subsisten unos con otros. El olor es nauseabundo, uno tiene que guardar la respiración hasta acostumbrarse a semejante hedor. Bien, pues al fondo del pasillo central es donde coloco a mis víctimas, en la silla metálica atornillada a una placa de hierro al suelo, destinada durante muchos años a incordiar más que a servir de alguna utilidad práctica, pero instrumento al fin y al cabo inmejorable para mis tétricas prácticas.
     La probé, en varias ocasiones, la sangre, ese líquido viscoso, más o menos líquido, rojo parduzco, vasos enteros, delante de ellos. Llenaba un vaso directamente de sus heridas sangrantes,  y me la bebía saboreándola. ¿Estoy loco? No lo creo. ¿O sí? Un loco no razona, un loco no procesa todos los datos de que dispone y los ordena en su intelecto, en su mente, yo lo hago, aunque sienta necesidad de cometer esas muertes espantosas. Me arrepiento, dios sabe que me arrepiento, justo cuando termino, cuando finalizo el trabajo y todo está en silencio, después de ese instante místico que me desconecta de la realidad y del mundo exterior, un orgasmo que te eleva a la cima para bajarte de golpe al mundo terrenal. Pero ellos lo merecen, ¿acaso no? Debo hacerlo, me lo dictan, desde hace años, en mi cabeza sobrevuelan estás ideas delirantes, ¿paranoia? Me intentaron medicar, pero yo estoy sano, no, no necesito más droga que sentirme realizado ejecutando las órdenes que me cruzan la mente. Es culpa de ellos, ellos tienen la culpa con sus vidas perfectas. Yo sólo equilibro la balanza. Es mi sino. Ajusticiar y hacer que paguen por sus pecados.
     Las autoridades me buscan, son muchas desapariciones, alguien dio parte a la policía de la matrícula de mi automóvil, acabarán por encontrarme, lo decía la radio. ¿Y qué hago yo? Me desprendí de él, vino a buscarme Smith en medio del bosque. Lo estrelle contra una gran encina, robusta, casi ni se movió, pero mi coche, un 4x4, se hundió doblándose la parte delantera. Metí a Rot, ese buen hombre pacífico en el maletero, será mi última víctima y él ni siquiera lo sabe, me ofreció dinero, a mí, iluso, ¿para qué quiero yo dinero? No es dinero lo que quiero, quiero su aliento, quiero arrebatarle el alma y purgarme de todo cuanto me corroe por dentro, quiero que vea con sus propios ojos el terror y lo sienta, que sienta lo mismo que yo al mirarle, odio. Le vi con su familia, con su mujer e hijos en el jardín de casa, una casa preciosa y cuidada, de doble planta, de fachada amplia con enredaderas trepando los muros, con rosas y jazmines, todo muy bonito.  Su fragancia y el aura a felicidad se metía en mis entrañas,  a cada inspiración subía hasta mi cabeza, danzaba como una niña traviesa en un baile de colegio, recordándome  los maltratos de mi padre cuando era apenas un niño, ¿el olor a felicidad? La felicidad no existe. Si yo no la conozco, no existe. Y allí estaba él, con su sonrisa, su magnífica mujer y sus hijos, de barbacoa, asando carne. Paré el vehículo doblando la esquina, recliné el asiento un poco hacia atrás y espere. Esperé hasta que Rot salió de su casa a tirar la basura y bueno, lo abordé llevándomelo conmigo. Sabía que saldría de la casa porque lo intuí, ¿no tienen ustedes premoniciones de cosas que van a suceder? Yo la tuve con Rot y no me equivoqué. Simplemente tuve que bajarme del coche, seguirlo unos metros por la desierta callejuela y colocarle un pañuelo rociado de un somnífero cubriéndole nariz y boca. Todo esto sucedió ayer, su mujer debió ver la matrícula de mi coche y sospechar algo. Intuyo que fue así, no sé como fallé en eso. Actué precipitadamente. Normalmente estudio lo que hago, no me concedo errores, calculo cualquier mínimo detalle, pero esta vez actué como un loco, sí, estoy enloqueciendo, quizás siempre lo estuve, pero lo vi tan claro, su vida, su familia, su casa, esa melódica armonía, semejante a una bella estampa navideña o a una de esas puestas de sol cargadas de vomitiva sensibilidad donde todo el mundo se apelotona para fotografiarlas y llevársela de recuerdo, que me lancé sin pensar las posibles consecuencias.
     Los últimos resquicios de luz penetran por el único ventanuco que se encuentra justo delante de mi, una pequeña abertura con armazón de hierro sellada con madera en lo alto, dejando entrar la claridad durante el día, de forma que dentro de la porqueriza todo queda casi en tinieblas la mayor parte del tiempo, lúgubre, pero ahora un pequeño hilo de luminosidad incide avanzando como las agujas de un reloj, lenta pero firmemente por la nuca de Rot, dejando una fina sombra que más parece un borrón de tinta sobre un lienzo blanco que la sombra de un hombre torturado a punto de morir desangrado en el sótano de un caserón lleno de cerdos. Yo estoy sentado junto a él, sobre un taburete de madera con tres apoyos mientras escribo esta declaración final. Lo torturé durante horas, sus gritos sordos se perdían en la inmensidad de la sala, sus quejidos se confundían con los gruñidos de los animales y la sangre resbalaba por su piel describiendo  un trazo perfecto, como lo hacen los ríos en busca de su camino más directo y sencillo en busca del ponto, hasta caer goteando sobre una jofaina en el suelo.
     Ya sólo me queda esperar, ¿cómo frenar esas ráfagas que me revientan la razón, que me descolocan y sacan la bestia fatua y horrible que me consume por dentro? Soy un monstruo, un engendro del mal, debo pararlo. Lucho contra mí mismo y continuo aniquilando, ya son muchas muertes, los restos y osamentas están enterradas bajo tierra, me detesto, debo pararlo. Justo encima de mí, sobre mi cabeza, he colocado con sumo cuidado un armatoste de acero muy pesado, pieza vetusta de una de las máquinas utilizadas para la matanza porcina ya en desuso, gruesa y ancha con un filamento extremadamente cortante en su parte baja, suspendido en el aire sujeto por una cuerda a uno de los travesaños que cruzan el techo de la porqueriza y sujeta al portón de entrada, mira desafiante desde las alturas, esperando el momento preciso para caer sin contemplaciones sobre mi aplastándome y partiéndome en dos sin esfuerzo al abrirse las puertas, de forma mecánica, la gravedad y nada más. Sencillo. Entonces todo habrá acabado, quizá hallen aún con vida a Rot o no, está perdiendo mucha sangre, queda poco tiempo para él. Agoniza y respira con dificultad, perdió la conciencia hace rato. Aún hay tiempo, deben darse prisa. Mi hora se acerca, el portón de la porqueriza será mi puerta al infierno. Debo pagar de la misma forma macabra que acabo con mis víctimas, no merezco otro fin, decapitado.
     Ya vienen, oigo ruidos, el chirriar de la cancela es delatador, las sirenas de los coches de policía amontonados a la entrada también, no hay duda, no tardarán en encontrarme, una vez dentro de la casa sólo deberán atravesarla, cruzar  el pasillo, abrir la puerta trasera, salir por el porche posterior y verán justo enfrente las escaleras que bajan dando con la nave y sus puertas, no más de cinco minutos, apenas cuatro. Smith es un buen hombre, nada tiene que ver con todo el asunto, sólo cuida la finca. Esa es su vida, vive para servirme. En todo este asunto actuó coaccionado por mí, amenazado de muerte. Me sudan las manos, me tiemblan los músculos, ya queda poco, dos minutos y dejaré de torturarme, de hacer el mal, yo mismo me lo busqué, un sudor frío me inunda la cara como si la hubiera metido en un bloque de hielo y no pudiera sacarla, abrasándome, me arrepiento de todos mis pecados, de todas las muertes, perdonadme, no merezco respirar, el mundo será un poco mejor sin mí. No puedo seguir viviendo, cada segundo que pasa es una puñalada en mi corazón. Un minuto. Daros prisa, os lo ruego. Rot vivirá, lo consiguieron,  ya llegan. Se terminó la agonía…



MR

miércoles, 8 de mayo de 2013

Vida



  





   Desde que nacemos emprendemos un viaje hacia nuestra muerte. Crecemos, maduramos, aprendemos, nos relacionamos, vivimos…Nadie elige donde quiere nacer ni en qué condiciones, simplemente nacemos en un determinado espacio y en un determinado momento, ni siquiera elegimos nuestros progenitores, nadie nos pregunta si queremos hermanos ni mucho menos si nos apetecen los ojos azules o marrones, simplemente un día tomas conciencia de que estás vivo y que tienes que sobrevivir como te ha tocado. ¿Cuál es el primer recuerdo que tenéis? Sobrevivimos gracias a los instintos animales, primitivos, estos siguen estando ahí aunque en la sociedad en la cual nos ha tocado vivir estos están camuflados. Igual que nacemos…morimos. Forma parte de la vida, del ciclo de la vida, somos materia orgánica, energía, muchas células organizadas de una forma magistral, sofisticada y como tal, pasamos a otra forma de energía, nos transformamos en polvo, ceniza, alimentos para los gusanos…Recordad el principio de conservación de la materia “La materia ni se crea ni se destruye, tan solo se transforma”.
   
 Si consideramos lo dicho hasta ahora, no deberíamos extrañarnos ni negar algo que simplemente forma parte de nosotros, la muerte, algo natural como la vida, la muerte es vida. Sin embargo esta consideración por mi parte y que sin duda es muy cierta, solo entiende la muerte como una etapa más de la vida, su forma biológica de entenderla, de asimilarla. ¿Pero todo el mundo lo ve así? Indudablemente que no, el hecho de que seamos animales racionales, sociales, únicos, sentimentales…nos hace vivir y ver la muerte de formas diferentes, cada persona es única, tiene una forma propia de pensar y actuar, de reaccionar, de sentir…y vivirá ese momento tan crucial de formas distintas. Por tanto no podemos aquí hacer una guía de cómo afrontan la muerte las personas, ni como la ven…y mucho menos si globalizamos ese sentimiento a todas las sociedades e individuos de la Tierra. Queda claro pues que cada persona es un mundo y tiene su propia forma de afrontar la muerte y su propia forma de entenderla.
  
     La sociedad en la que vivimos, nos impone ciertas costumbres o pautas para todo, incluida por supuesto, la muerte. Somos seres psicosociales, vivimos en una sociedad en la que todo está marcado, institucionalizado, medicalizado, desde que nacemos hasta que morimos. Existen unas formas de actuar que se dan por buenas, hablar de la muerte es un tabú porque la sociedad así lo ha hecho como si fuera algo lejano y que no va con nosotros. Se evita hablar de la muerte, de hecho incluso en nuestros sueños, jamás soñamos con nuestra propia muerte, nos despertaríamos sobresaltados antes de que se diera. Esto es algo contradictorio a la realidad, nos vamos a morir pensemos lo que pensemos y hagamos lo que hagamos, forma parte de la vida. Aún no conozco nadie que sepa o haya descubierto la fórmula de la eterna juventud o alguna pócima mágica que nos haga ser inmortales, por lo que deberíamos tomarnos esa etapa final como algo que simplemente tiene que suceder y sucederá.