jueves, 5 de enero de 2017

10 minutos


10 minutos



Navidad; época en la que todos nos reunimos y sacamos lo mejor de nosotros mismos, como si lo guardásemos como oro en paño el resto del año.

Nunca me gustó, hablando claro. Compromisos familiares,  laborales y con amigos que no son tan amigos. Es la época del año estrella donde todos mentimos.

Pero bueno, allí estaba, sentado a la mesa, celebrando la Noche Buena con familiares con los que tenía menos en común que un pez con un elefante. Risas falsas, anécdotas rancias y muy manidas, y vino y gambas y jamón, y, por supuesto, cerveza. Menos mal. La cerveza me ha salvado en más de una ocasión. Le debo mucho a la cerveza. Más que a muchas personas, desde luego.

Éramos más de veinte. Todo dispuesto en la mesa, listo para ser devorado. Las copas y bandejas repletas de comida para la ocasión sobresalían como trofeos brillantes.

Las frases se sucedían una tras otra; se cruzaban. Todos hablaban con todos. Menos yo.

- Antonio, pásame la bandeja de langostinos.

- Laurita, ¿tienes ya novio? ¿Cuándo te casas?

Me bebí mi quinta cerveza.

No podía soportarlo, todos esos comentarios, toda esa basura hipócrita, insustancial, como las bolsas de plástico que dan en los supermercados. Lo odiaba.

- Vamos a ir este año a Estados Unidos, a visitar a la novia de mi hijo.

Me levante de la mesa sin decir nada. Arrastré hacia atrás la silla y salí del salón. Ni siquiera se percataron, o eso pensé. Mis oídos lo agradecieron. Mi espíritu navideño lo agradeció. Di gracias al Señor por ser tan bueno conmigo, por hacerme tener ganas de mear.

De vuelta del baño - había estado haciendo figuritas con el chorro pensando en las diferentes formas de preparar el pavo navideño- me pasé por la cocina. Allí estaba Raquel, mi prima pequeña. La saludé.

- Deberías estar con el resto. ¿Qué haces aquí?

Mientras lo dije me fije en su escote, en su figura. Estaba apetecible, parecía una dulce tarta casera. Lista para hincarle el diente. Bien dentro. Llevaba un vestido elegante, de fiesta, abierto por la espalda y muy escotado, de color rojo, como sus labios. Me gustaba.

- Lo mismo que tú. Aquello es un muermo. No hay quien lo aguante.

Saqué dos cervezas heladas del frigorífico. Supongo que tu padre  te prohíbe beber, le dije. Se mordía el labio inferior. Asintió.

- Pero bebo cuando no me ve. Soy una mujer adulta.

- ¿Me pasas dos vasos, nena? – Nuestros dedos se rozaron, sentí electricidad en su blanca piel.

- 16 años no te convierten en mujer adulta.

- ¿Quién te dijo que tengo 16? Además puedo ser más adulta que una de 50.

Siempre me gustaron las mujeres firmes, seguras de sí mismas, con agallas. Su voz flotaba en el aire y salía de su boca como racimos de uva dulce.

- Te recordaba más…tímida; y niña – dije – apenas sabías hablar la última vez que te vi.

- El tiempo corre, primo, yo tampoco te recordaba tan pasota y tan…guapo.

Me miraba a los ojos mientras lo decía. Había fuego en su mirada, el fuego con quien una niña de 18 se puede quemar, el fuego con el que yo acostumbraba a tratar; el fuego que daba sentido a mi vida y a esa cena. Empecé a bendecir a San Pedro, al Papa, al niño Jesús.

- Deberías cuidar tus palabras, apenas me conoces. Soy peligroso.

Se lo dije para picarla, para tantearla. Sabía que no sucedería nada. Éramos familia. Estaría mal a ojos del Señor. El reloj, por cierto, marcaban las diez y cuarto. Llevábamos unos diez minutos. Los mejores diez minutos de la Navidad, por el momento.

- Deberíamos volver o nos crucificaran como a quien yo me sé.

Pude oler su lamento al escuchármelo decir. Hizo un puchero arrugando sus mejillas. No le gustó que lo dijera, y a decir verdad, a mí tampoco me  gustó decirlo, pero teníamos que volver. Teníamos que guardar nuestras ganas para más adelante. Además, me gustaba sentir la tensión entre nosotros. Raquel estaba siendo todo un descubrimiento.

Volvimos.

Estaban comiendo. Se reían. Gritaban. Cantaban villancicos. El murmullo se podía escuchar a dos manzanas de allí. Sus cuellos se giraron al unísono cuando entramos, como una bandada de avestruces. Alguien habló. Mi madre.

- Vamos que se os enfría el pavo. ¿De dónde venís?

Ni siquiera contesté, solo me senté en mi sitio, encajado entre mi tía y mi padre, y les dediqué una mueca. Vi a Raquel sonriente coger con el tenedor un trozo de tomate que se metió en la boca y masticó con parsimonia. Me miraba de reojo. Lo notaba. Pensé que pronto se acabaría, aquella sensación, esa oportunidad. Tenía que disfrutar aquello antes de que nos fuéramos y no la volviera a ver hasta que cumpliera los 40. Ella era de Valencia; yo, de Salamanca. Ella vivía su mundo, sus amigos, sus estudios, y yo el mío. Yo tenía 20 años más que ella. No, no nos volveríamos a ver en mucho tiempo. Al menos un año. Un año soñándola, un año rememorando aquella cerveza en la cocina en mitad de la cena de Noche Buena. Un año muy largo. Pensé en el desierto de Nuevo México, pensé en Malcom Loury, me vi borracho de tasca en tasca relatando mi historia de Navidad a cualquiera que quisiera escucharla o que no quisiera pero que estuviera allí, en la barra, a mí lado, soportando a un viejo idiota y melancólico que no tuvo oportunidad o no se atrevió a invitar a su prima a un segundo trago en la cocina. Que dejó pasar el tiempo.

Y así fue.

Dejé pasar el tiempo.

Hay momentos que pasan, que vuelan, que desaparecen tan rápido como una fugaz ráfaga de viento.

- Y a mí me pasó – dije con los ojos de vidrio empapados en alcohol, mientras le pedía al camarero otra cerveza.

- Vi alejarse a mi prima como fruta prohibida.

martes, 8 de noviembre de 2016

Beso


     Y tú la ves. Lleva ese halo de magia que siempre la acompaña, siempre brillando pese a los días oscuros de invierno. Es ella y estás seguro. Te colocas detrás, siguiéndola, a pocos pasos, quizás diez, no más. Camina deprisa, meneando las caderas de un lado a otro y balanceándose con calma, con ritmo acompasado; es una balsa de agua dulce, es poesía; tu poesía. Rehúsas adelantarla porque te gusta mantenerla a distancia, a esa distancia justa para elucubrar y hacer los malabares precisos en tu mente, porque ella juega en tu mente y se lo permites. ¿Cómo es posible? ¿Cómo la dejas?

     Ella sigue avanzando por la calle sin saber, sin verte, sin tan siquiera intuirte. Es tu pasatiempo, aunque, ¡qué demonios!, pasatiempo es una palabra horrorosa, piensas, y ella es luz, ella merece otro vocablo, quizás inventado, uno que tan sólo sepáis tú y ella, con el que, al escucharlo, gire su frágil cuello y te mire a la cara, a tus labios, a tu boca, y tú lo repitas, susurrando, ese término. Pero no te sale, te quedas en blanco. Jamás supiste que decirle a una mujer. Te quedas en blanco. Sigue, solo sigue andando, no pares, pronto será tuya, compañero, como nuestra es la vida.

     De repente, a los pocos minutos, se detiene. El ruido de los coches te martillea la cabeza. Se hace de noche y eso te pone nervioso. Nunca te gustó la noche. La noche es una montaña rusa. La noche son discusiones y pesadillas. La noche pasa lenta, es viscosa. La noche no es para dormir, piensas, sin embargo, la ciudad sucumbe a ella, se postra ante ella y todos duermen. O eso crees. Lo malo de la noche es que, cuando apagas la luz, y la oscuridad te envuelve, te das cuenta de que estás solo, y muchas veces lloras. No llores, amigo. Piensa en ella; ella tumbada en su cama, quizá desnuda, las sábanas cubriendo su cuerpo, dándole el calor que tú no le das, pero que te gustaría darle. Cierra los ojos y duérmete, soñando con ella.

     Está hablando con un amigo. Juega con el bucle de su pelo. Se ríen. Tú los ves desde la acera de enfrente. Es una pena que ese no sea yo, piensas. ¿Qué habría que hacer para ser él? ¿Arriesgarse? Ahora la tiene cogida de la cintura, y, con cierta galantería que a ti te parece patética, la besa. Ella lo recibe animosa, le gusta. Ofrece su boca. Ese beso te trastoca porque no te lo esperas. Ese beso debería haber sido para ti. Ese beso te ha tumbado en la lona, amigo, pero tranquilo, ahora podrás irte a tu casa, subir las escaleras, atravesar las tinieblas del pasillo y soñar con ella. Si consigues dormirte.

     Solo.

     En algún lugar del paraíso, ella te espera.

viernes, 27 de mayo de 2016

Sueño


No sabía si soñaba. Ella estaba allí, junto a él, su cuerpo desnudo, apenas velado por la sábana que se plegaba a sus curvas, resaltando su figura y haciendo que él, Antony, la mirase como solo se miran las obras de arte; con admiración.

El amanecer no le gustaba. Abría los ojos, miraba a un lado y a otro de su habitación, a la ventana y persiana apenas bajada, al armario mostrando sus tripas, a las paredes solitarias y vacías, descoloridas, a la puerta entornada de su cuarto, a sus calcetines tirados en el suelo de baldosas, y en su cara asomaba la amargura de un nuevo día. Su cuerpo y su rostro, de finos rasgos, tardaban en despertarse, como queriendo retener el sueño que se alejaba, la noche que se iba, y simplemente se resignaba ofreciendo unos ojos tristes de mirada oscura, unas arrugas en la frente y unos labios resecos e hinchados, serios, apenas sin vida. Verlo era ver a un maniquí, a un melancólico pariente que ve como su allegado se aleja montado en un tren que nunca sabremos si volverá porque son exiliados o refugiados o muertos de amor o de hambre, y deben partir lejos como el sueño, la noche, para Antony.

Anhelaba la noche porque era por la noche cuando soñaba con ella, cuando amanecía con ella. Se dormía impaciente por verla, por tocarla y olerla, por abrazarla. Sus sueños eran un bálsamo para él, la isla paradisiaca, las aguas mansas y cristalinas del mar caribe.

A veces no se dormía o tardaba en hacerlo. Eran tantas sus ganas de verla, a Laura, de dormir abrazado a ella, de amanecer con ella, de soñarla, que le costaba conciliar el sueño, y cuando esto le pasaba se irritaba, y enfadado se ponía a girar en la cama. O se levantaba y se ponía a dar vueltas por la casa, yendo a la cocina o al cuarto de baño, leyendo o escribiendo, esperando el sueño que no llegaba, esperando vivir, porque para él la vida empezaba en el sueño, para él la vida no era el café del desayuno ni el madrugón diario, ni el trabajo y la comida a las tres; para él vivir era soñar con ella.

Para Antony, el día pasaba flotando. La monotonía de la rutina lo asfixiaba, aunque sobre todo era el recuerdo de ella lo que lo asfixiaba, como si de una soga al cuello se tratara.

Sueño y realidad se funden. Se habían citado una vez, la primera, y ya siempre. Él caminaba por una avenida florida, llena de colores vivos y fragancias intensas, y palmeras, y olor a sal y océano, a pescadores, flanqueada por edificios altos a un lado, y mar al otro. Las olas golpeaban la pared del malecón e infinidad de gotitas mojaban la acera y su cara. La espuma blanca y el viento, junto con la luz mortecina del anochecer, casi de un escarlata derritiéndose en el horizonte, impregnaban la estampa de una belleza mágica, casi onírica. Nadie más paseaba, sólo una figura difusa se comenzaba a ver. Era diminuta, aunque cada vez se hacía más grande, se acercaba. Pronto la figura adquirió color y forma, y Antony pudo ver que era ella, Laura, la que se aproximaba. Vestía un traje de seda rojo, largo, que le llegaba a los tobillos, de gala, y tacones altos de baile, finos, y en su cara brillaban  sus ojos, de un verde azulado que recordaba al agua del mar que junto a ellos bailaba la danza del anochecer. Su cabello, negro, lo llevaba suelto, y sus largas crines espoleadas por la brisa marina, se veían despeinadas. Al verla, Antony quedó paralizado y soñó que la quería.

Antony imaginaba que Laura también soñaba con él, que existía Laura, y que ella misma, todas las noches, soñaba con él. Ella es real, ella me sueña, pensaba Antony, y sonreía para sí, y buscaba entre todos los rostros, entre todos los cuerpos y ojos y bocas la de Laura, y no la veía. Tumbados sobre la mullida hierba, a orillas de un estanque donde las encinas y alcornoques, los jacintos y amapolas, los ánades picoteando el agua y la melodía de los jilgueros y gorriones les rodeaban, se prometieron, con palabras que se colaban entre la maraña de besos, amor eterno. Desde entonces, Antony deseaba que el día pasara veloz y que llegara la noche para verla de nuevo. Intentaba detener el tiempo, inmortalizarlo,  aunque jamás lo conseguía, siempre le sorprendía el sol naciente y la espesa niebla los separaba. Laura, de repente, se esfumaba como el humo de un cigarrillo.

El amor es certeza de ti, el amor es saber que tú, el amor aparece como un fuego. No se duda del amor. La boca le sabía a sueño. Caminaba al trabajo pensando, como siempre, en ella. Dos semanas habían pasado desde que la soñó por primera vez, y, aunque casi se resignaba ya a verla, la vio. Se cruzó con Laura en un paso de peatones rodeado por grandes edificios y una gran avenida, las bocinas de los coches resonaban y el cielo, cubierto de una amalgama de nubes negras, amenazaba lluvia. Ella vestía vaqueros y blusa, y lo miró. Al principio no lo pudo creer, Laura, la chica de sus sueños existía de verdad, no se equivocó. Dudó si estaba soñando o no. ¿Sería posible que de tanto soñar con ella…? Pensó que a lo mejor él la había inventado, que si soñamos algo fuerte se  cumple, que su obsesión con Laura, sueño tras sueño, había acabado por cumplirse, por formarse, por hacerse realidad; o ¿quizás soñaba?, no, no soñaba. Ella se había cruzado con él, la había visto, incluso el verde de sus ojos lo miro, sus labios le sonrieron; él la vio.

Esa noche ya no soñó con ella y nunca más lo hizo, y es que quizás ella, al verlo, había escapado de su sueño, había roto el hechizo, y ya no más…

jueves, 17 de marzo de 2016

Celos

El claustrofóbico ascensor abrió bostezando sus fauces y Luís, caballeroso, dejó pasar a Elena. Iba vestida con un abrigo largo y negro, y vaqueros, y en su rostro brillaban su inconfundible pendiente en la nariz, sus ojos del color del trigo, y sus labios, que de un cereza fuego, parecían chillar que los mordieran. “Dulce tarro de miel”, pensó Luís. Le gustaba. Estaba enamorado de ella. Todas las noches, antes de acostarse, escribía a su vecina un pequeño poema y lo acariciaba con las yemas de sus dedos, con la palma de sus manos, e imaginaba que rozaba su piel de seda, y se lo acercaba a la nariz para embriagarse fantaseando que navegaba los ignotos océanos de su desnudez, y al final, al cabo de unos minutos, lo guardaba como se guardan los tesoros en los cofres, con mucho mimo. Era su tesoro. Poseía más de cien poemas, una buena colección, pero era su secreto, y nadie lo sabía; ni siquiera ella. Siempre tan reservado y tímido, no se atrevía a decirle nada, ni expresarle nada, ni enseñarle alguno de sus versos, lo cual sería como desnudarse ante ella, mostrar sus intimidades. Elena en cambio, risueña y alegre, siempre sonriendo, iluminaba la caja de sardinas del ascensor con su sola presencia. Daba gusto estar a su lado. Luís, con la cabeza gacha le preguntó qué tal, y ella, con su colorida voz, le contestó que estupendamente. El día anterior le había invitado a tomar café hoy, y esa circunstancia, por sí sola, lo hacía temblar a la vez que ilusionaba. Tan poca confianza tenía que jamás hubiera imaginado que Elena, la bella vecina, le hubiera invitado a nada. Soñar con ella sí, pero nada más. La realidad lo mareaba; naufrago bajo una tormenta. Pero la tormenta era ella. Ya se veía junto a Elena caminando cogido de la mano, mirándola de soslayo, corriendo, persiguiéndola, riéndose e incluso, porque no, besándola. Por supuesto, tenía pensado invitarla, “nada de que pague ella, hoy mi Reina, mi Dulcinea, mi Sofía, hoy te colmaré y te subiré a los cielos mi amor, y te olvidarás de él, tu profesor, que tanto idolatras, del que tanto me hablas; hoy toda mía y yo tuyo.” A Luís le reventaba oírla hablar de su profesor, que si tan magnífico, que si tan adorable, que si me ayuda tanto, que si me deja un diccionario para hacer un trabajo…Hasta se lo enseñó un día. Le enseñó el diccionario y vio la felicidad en ella, en su rostro, en su tono, en sus formas, y sintió envidia. “Mañana voy a su casa y se lo devuelvo”, le dijo. Luís la escuchaba y asentía, y hasta fingía alegrarse, se reía con ella. Se alegraba de ella, pero por dentro lo comían los demonios. Estaba celoso. Y ahora, sin embargo, charlaban en el vetusto ascensor que ascendía gimiendo grandes ruidos intestinales y parecían divertirse, e incluso Luís se atrevió a mirarla a los ojos, cosa que nunca hacía. Venían de la universidad, era mediodía y hacía frío, de ahí los abrigos. El de Elena casi le lamía las rodillas. Lo llevaba desabotonado y parecía que sujetaba un bulto por dentro, como si se avergonzara de algo, como ocultándolo. Por vez primera Luís podría, -imaginaba-, ser protagonista. Incluso cavilaba regalarle uno de sus poemas o dos, o quizá todos para sorprenderla, para ver en su cara la misma ilusión que le vio cuando el diccionario. “Yo también puedo sorprenderla”, pensó. La lucecita ya marcaba el cuarto piso. Ella se bajaba en el sexto, por lo que a Luís le quedaban apenas unos segundos para sacar a colación el café. Parecía que a Elena se le había olvidado y Luís, pese a tenerlo presente, no se atrevía, le daba vergüenza. Daba rodeos y hacía preguntas triviales siempre con la cuestión del café de fondo, como si fuera el murmullo de una voz que le atormentara por dentro. Quinto. Luís tamborileaba el suelo con la puntera de sus zapatos. Estaba nervioso. Y al fin, cuando la lucecita ya marcaba el sexto y la puerta se abría, se atrevió a preguntar, “¿Y ese café?”, a lo que ella, siempre dulce, siempre resuelta le dijo “Vaya Luís, hoy no podré, tengo que terminar un trabajo”, y se giró dándole antes dos besos y saliendo del ascensor. Luís pudo ver entonces lo que ocultaba bajo su abrigo; el diccionario, y rumió para sí: “Traición, esto es traición”, mientras las puertas del ascensor se cerraban dejándolo solo.

miércoles, 9 de marzo de 2016

Casino


Observen a aquel tipo, el que se encuentra al fondo, en aquella mesa de allá jugando a la ruleta. Estamos en un casino y hay bastante gente. Podríamos fijarnos en cualquier otro personaje pero háganme caso, vayan hacia él, quizás no muy cerca, pero si un poco,  lo suficiente, a la vista, que lo puedan ver. ¿Ya? ¿Qué ven? Sí, no me lo digan, es justo eso; el hombre va ganando, posee muchas fichas, pero fíjense en su cara, en sus ojos. Podríamos decir, -­y no nos equivocaríamos- , que lleva toda una jornada de grandes excesos psicotrópicos a sus espaldas: Ojos vidriosos, tics a cada poco, ­-miren esos guiños- , pupilas dilatadas, tartamudeo, falta de coordinación…despeinado, camisa por fuera y arrugada, manchada de wiski. Apostaría a que apesta a alcohol y a sudor y tabaco, esa mezcla tan nauseabunda con la que, estoy seguro, te darían ganas de vomitarle encima. Alrededor suyo, los demás no se dan cuenta porque está en racha y tiene dinero. La gente mientras tenga dinero, -mucho dinero- , puede oler mal o puede ser antipática o puede hacer lo que le venga en gana, que siempre tendrá gente al lado lamiéndole el culo. Las camareras van y vienen embutidas en unos trajes tan escotados, tan ceñidos, tan pegados a su cuerpo, que apenas pueden moverse con soltura; los crupiers reparten fichas y recogen dinero, uniformados con  un chalequito a rayas, ridículos, sentados sobre altos taburetes dominando las mesas. En torno a estas…ruleta, póker, blackjack…toda una jauría de jugadores derrochando su dinero sin  parecer importarle. Se oyen los murmullos de la gente, los gritos de alguno que ha perdido o ganado, el “no va más” del crupier de turno, el traqueteo de la bolita en la ruleta. La atmósfera está cargada. El humo de los cigarrillos y los puros condensa y forma una neblina que se impregna en la ropa y se cuela por las narices y las bocas de todos los jugadores ávidos de vicio. Hay gente muy extravagante. Hay asiáticos con carteras gordísimas, hay empresarios y buscavidas y maleantes. Hay mujeres híper maquilladas y horrorosas pululando de una mesa a otra, como abejas en busca de miel.

Pero ahora, háganme el favor, y permítanme la licencia u osadía, llámenlo como quieran, como narrador sin pretensiones de este relato, de acompañarme al interior de la cabeza de nuestro personaje, para que, sin duda, puedan conocer de primera mano y fielmente, sus circunstancias, o como diría Freud, su inconsciente.



<< ¿He cerrado la puerta de casa? Me duele la cabeza. Putos párpados, como me pesan. Échame más, sí. ¿Eso lo dije o no lo dije? Bah, seguro que ni me entendió. Estas zorras solo quieren cobrar y largarse. Buen culo, pero demasiado estrecho. ¿Desde cuándo no como? Gané. Dame esas fichas. Ella lo merecía. Seguro, seguro, yo NO quería NO NO NO, ella se cruzó. Al seis, todo al seis, estoy en racha. Estoy en racha y soy un asesino. No, asesino es otro, yo soy bueno. ¿Sabes quiénes eran malos? Los del colegio. Esos son malos. La cabeza me duele. Me duele mucho. ¿Por qué tuviste que cruzarte conmigo? No te hubiera pasado nada, niñita, si no te cruzas conmigo. Cierra los ojos anda, solo un segundo, cálmate, cálmate por favor, ahora todo pasó respira, nadie va a decirte nada porque-todo-pasó-ella-está-muerta-y-tú-en-el-casino-borracho-y-drogado. Me gustaban tus ojos. ¡Seis! Increíble. Nadie me para. ¿Cuánto dinero tengo ya? Necesito más whisky. Tú, señorita, llena aquí. ¿Sabes que tienes unos ojos muy bonitos? Se parecen a los de la niña. Azules. Pero a lo mejor no está muerta muerta muerta. Muerte. ¿Quién se muere? Está señorita podría morirse ahora mismo o esta noche, o aquel de allí. ¿Por qué no? ¿He cerrado la puerta de casa? No he comido desde ayer, ni dormido, ¡dios!, como me pesan los parpados. Creo que sí, que la he cerrado. Pobre niña, de verdad. Siempre la cierro. Siempre cierro la puerta. Tiene que estar cerrada. No lo merecía, nadie merece que lo atropellen. Soy un asesino. No. Sí, lo soy, pero qué más da, nadie lo sabe,  lo sabes tú idiota, tú, mañana lo arreglo todo, me puedo ir de aquí, de la ciudad, del país, no sé a dónde, a donde sea, desaparecer. Debería largarme ya. Con todo este dineral podría largarme muy lejos, podría coger un avión esta misma noche, ahora, en un rato, ¡oh no!, avión no por si vieron mi matrícula o algo, pero nadie me vio, NADIE, nadie te vio y tú estás en el casino ganando tu dinero porque-estás-en-racha. Una más y me voy. Todo o nada como en la vida. ¿Qué diría mi madre? Venga, todo al rojo. Esa mujer de allí no deja de mirarme, que pesada. Menudo aspecto debo tener, pero hay gente peor que yo, mira ese, o aquel otro, menudas pintas. Y van acompañados de esas rubias neumáticas que le ríen las gracias. No tenéis ni puta gracias imbéciles, no veís-que-os-quieren-porque-tenéis-más-grande-la-cartera-que-la-polla. La niña ahora estaría a punto de irse a la cama, creo. Sí, seguro que su mamá le cuenta cuentos para dormirse y le da un besito en la frente y le canta una nana duérmete niña duérmete ya, que viene el coco, oh, el coco yo. Venga, que salga rojo que me voy. No soy ningún coco. Yo no quería matarla. Ella se cruzó. Esas cosas pasan. Ella se cruzó, que no hubiera cruzado, qué su mamá hubiera estado más atenta. Es culpa de su madre. Es una asesina. Ella es la asesina. Yo no tengo nada que temer porque no quería matar a nadie. Mañana será otro día y estaré lejos. A mí no me cantaban nanas. >>



Ven, el asunto es más dramático de lo que parecía a primera vista. Nuestro personaje ha atropellado a una pobre niñita y se dio después a la fuga. El interior de su cabeza, repleta de alcohol, droga y alucinaciones, es un auténtico caos. Nosotros, mirándolo desde fuera, solo vemos a un hombre pasado de rosca, con un vaso de whisky en una mano y varios montones de fichas en la otra, e ignoramos lo que piensa, lo que hizo. Diríamos “Tiene suerte”, y quizás en el juego la esté teniendo, pero la suerte es una traidora, e igual que viene se va, y además, en todo caso, nosotros solo podríamos aseverar que tiene suerte ahí precisamente, en ese solo aspecto, en el juego, pero nada más. Así somos, “Es un tipo con suerte”. Mira como se ríe, mostrando esos incisivos, esas encías rojas, mira como recoge las ganancias, como las amontona en la esquinita del tapete, todas suyas. Mira como se le arriman, como se ríen con él, esos chupatintas, huelen el dinero. Les da igual que vaya pasado. ¡Va ganando!, con eso basta. Daría igual que no se haya duchado en una semana, tiene dinero. Ya casi se ha convertido en una atracción, en un espectáculo, un tipo que no para de ganar y ganar y ganar. En torno a la mesa hay más gente, y también más jugadores que procuran imitarle. Se ha llenado. Podría recordarnos  un combate de boxeo en el que el púgil más débil comienza a ganar al campeón de los pesos pesados y todos están expectantes de ver cuando dejará de hacerlo, cuando caerá a la lona.



<< ¿Y toda esta gente? Sonríe que te vean. Disfruta. Eres un tipo con suerte, ves, no eres ningún asesino, los asesinos están entre rejas y tú eres un tipo con suerte. No estás entre rejas, “Toma esta ficha, para ti.” Como se me puso al lado la zorra. Solo quiere mis fichas, mi dinero. Si fuera un asesino no se pondría a mi lado. Pues no está mal. ¿La niña? Sonríe a cada tontería que le digo. La niña está muerta. Yo la maté. No no no. Recuerda, fue su madre quien la mató, tú solo conducías tu coche, no me toques guarra, no soy un asesino. ¿No dijiste que te irías? Sí, lo dije, y ya me iré, en la siguiente jugada. ¿Cerré la puerta de casa? No puedo pasarme por allí ahora. Me estarán esperando. Además estás lejos. Pobre niña. Me iré lejos, es lo mejor. Otra vez me sonríe y me acaricia el culo esta guarra. Que le den. Oh, mi familia, qué pensará de mí. Soy un asesino, aunque no lo quieras lo eres, A S E S I N O, con todas las letras. ¿Por qué veo borroso? De nuevo gané. Ahora sí que me voy. Cambio todo y me voy. Que hambre tengo. Tendré que comer antes de coger el avión. Voy a irme, sí, lo tengo decidido, irme en avión. Ahora tengo mucho dinero. Soy millonario. ¿Darle el dinero a la familia de la niña? ¿Por qué? Irás a la cárcel y tú no eres un asesino. Vete. Desaparece. ¡Dios!, no sabía que fuera tanto dinero. Como me sonríen todos. Malditos hipócritas. ¿Acaso me sonreirías si no tuviera un duro? Creo que es el dueño del casino. ¡Qué asco! Me felicita. Yo sonrío. Imbécil. >>



Sigamos a nuestro enigmático personaje mientras abandona el casino. Se guardó el dinero en la cartera, pero solo una parte. Agarrado lleva un maletín repleto de billetes, un maletín revestido de todo lo que ha ganado en el casino. Situémonos unos pasos detrás de él. Camina de lado a lado, en zig-zag, casi a trompicones, y va cantando o gritando algo de cuando en cuando. La acera por la que transita está desierta. Ya es de noche, está oscuro, y solo el haz de luminosidad de las farolas ilumina las calles. Camina deprisa, desde luego más deprisa de lo que cabría esperar en semejante estado. Nos cuesta seguirle. Comienza a hacer frío y una pequeña niebla se intuye si miras al cielo, a las nubes. Se oye algún bocinazo, algunos acelerones. El viento sopla y despeina aún más su pelo. Lo tiene bastante largo. Se coloca el maletín bajo el sobaco. Lo aprieta.



<< Tengo frío. Debería ir a casa a por un abrigo, a por mis cosas. Podría hacer antes la maleta y después largarme. Podría ver desde lejos si tienen mi casa vigilada. El móvil ya lo tiré. Lo más importante ahora es el dinero. Tengo mucho dinero. He tenido que venir a jugar más a menudo. He podido ser millonario mucho antes. Dios. Que suerte he tenido. Pobre niña. Soy un tipo con suerte. Como me querían todos ahí dentro. Las chicas esas no me dejaban. Esos ojos. No me los quito de la cabeza. La tripa me suena. El aire me está viniendo bien. Me miró justo cuando la embestí con el coche. Azules. Los ojos azules más grandes del mundo. ¿De verdad no soy un asesino? No, no, no lo eres, tranquilízate, ahora solo busca un taxi y ve al aeropuerto. Allí compra cualquier billete y te largas en el primer vuelo que haya, ah y come algo si no quieres desmayarte. Sí, eso haré, taxi comida aeropuerto taxi comida aeropuerto, eso es. Lo tengo todo bajo control. No hay ningún problema. Soy un tipo con mucho dinero y con toda una vida por delante. Pero mataste a una niña. No, joder. Sí, la mataste. Bueno, pero ya pasó, puedo olvidarlo. Lejos. ¿Acaso los problemas dejan de ser problemas lejos? Tienes un grave problema y tú lo sabes. Yo lo sé, sí. Maldita sea. Taxi comida aeropuerto. ¿Y si te roban? No me robarán. Le puedo dar una parte a la familia, dejárselo con una nota, algo, de forma anónima. Déjaselo todo. Todo no. Solo una parte. Ya veré. Pobre niñita. Que azules tenía los ojos. >>





Sí, yo también lo escuché, quiere largarse, y puede parecernos normal o no, pero es lo que quiere hacer. ¿Lo hará? Solo hay una forma de averiguarlo, sigámosle. Ha insinuado dejarle el dinero a la familia de la niña, lo va rumiando mientras busca un taxi. Ha dejado de andar haciendo zigzag. Parece más sereno.  El maletín continúa bajo su brazo, muy apretado. Ha girado por una bocacalle a la derecha. Se dirige al rio. Hay luna llena. Los edificios se ven inmensos y recortados en la noche, y un halo de misterio cubre la calzada aumentando a medida que nos acercamos al lecho húmedo del rio. Su paso es más ligero y firme que antes, como si hubiera tomado una decisión definitiva; pero escuchémosle.





<< Que hacer, que vivir, que pensar, que decir. Ya está todo dicho. Mi sentencia; el atropello. Yo también he muerto con la niña. Yo también sepultado con ella, aún peor, muerto en vida. ¿De qué me sirve el dinero? Pura bagatela. ¿De qué me sirve si yo ya estoy muerto? Al rio, al rio, nada de taxis. Los taxis son para ir a algún sitio, y yo me quedo. >>



Abre el maletín, lo mira parado y firme, lo sopesa, lo estudia, como si estuviera realizando grandes operaciones matemáticas en su cabeza, y lo cierra. A los dos minutos, continúa andando. Sus zancadas son más amplias y ya no sostiene el maletín bajo el sobaco, ahora casi lo transporta arrastrando, en volandas, despreocupado. Una ambulancia pasa con las sirenas aullando. El espejo del rio ya asoma su lengua plateada. Está cerca. Es una noche invernal, desangelada, enigmática.





<< Yo la mate. >>





Último pensamiento que nos concede nuestro jugador que ganó tan poco y perdió más.

El salto fue repentino, fulgurante, de un segundo a otro. Una carrerilla seguida de un brinco enérgico y poderoso, sin vuelta atrás. El golpe contra las aguas poco profundas del rio sonó seco, sordo, como si se tratara de una gran roca golpeando el agua desde mucha altura. Después, silencio, un silencio funerario, nocturno, solo adornado por algunos ladridos de perro y el rumor del rio deslizándose allá abajo, donde el cuerpo de nuestro jugador se ve inerte y sin vida, machacado, aliviado, sin voces; muerto, y donde el maletín abierto vomita sus billetes lanzándolos a la masa oscura del rio.






viernes, 29 de enero de 2016

Fe


"El destino es el que baraja las cartas,

pero nosotros los que las jugamos."

William Shakespeare

Salías de casa y te dirigías a trabajar. Era lunes y la semana arrancaba con el recuerdo de ella, y del sábado, de toda la acumulación de excesos y cenas con mucha cerveza y vino que derivaron en ella. Ibas vestido con tu habitual traje de punto, tu habitual camisa - una de tantas, todas parecidas-, y tus habituales zapatos marrones. Te montaste en el coche y empezaste a tararear, con melodía alegre, el nombre de ella. Dabas golpecitos en el volante con tus dedos y te observabas en el espejo retrovisor aprobando tu rostro, gesticulando y poniendo muecas extrañas delante de el, como si tuvieras que convencerte de tu aspecto a cada segundo. “Ese soy yo”, pensabas.

La noche del sábado la habías visto a ella. Habíais terminado de cenar -parrillada de cerdo y carpaccio de ternera, regado con abundantes botellas de vino y copas de cerveza que aparecían mágicamente una tras otra-, y os dirigíais a uno de los bares de moda, tú y tus dos amigos. Entre la espesura del alcohol que turbaba vuestras mentes y la niebla y el frío que hacía en la calle, parecíais tres espectros deambulando en mitad de la noche.

Llegasteis a la puerta del local entre comentarios y risas sin sentido (o con todo el sentido de vuestro mundo), y la viste a ella. Estaba allí, de pie, altiva, semejante a una estatua mitológica, de esas que descansan sobre columnas dóricas en templos griegos desafiando al tiempo, al lado del acceso al pub hablando con alguien, otra chica, “su amiga quizás”, pensaste. Se reía y enseñaba, refulgiendo en la penumbra del callejón y la multitud de la gente, las perlas de sus dientes, el carmín granate de sus labios y su boca quizás excesivamente grande para ti, pero en absoluta concordancia con las facciones faraónicas de su mandíbula. Destacaba entre todas las bocas, labios y dientes de toda la gente que entraba y salía del local. Tú entraste el último, para demorarte, para paladear la imagen de ella e intentar grabarla en la mente, arrebatarle algo a ella que tú te quedaras, lo que fuera, una mirada, y entonces ella echara de menos, esas cosas…

Ella desafiaba al frío con un vestido que apenas le cubría las piernas. Su escote, muy amplio y ceñido, entreveía unos senos apretados y no muy grandes que alumbraban como la luz de un faro que descargara toda su intensidad sobre tu mirada, deslumbrándote, y sus ojos, flanqueados por unas pestañas largas y espesas, oscuras como una noche sin luna, se veían grandes y verdes cada vez que pestañeaba contribuyendo de esta manera a terminar de hipnotizarte. Era la primera vez que la veías. Les preguntaste a tus amigos quién era, si la conocían. Te dijeron su nombre, y la miraste por última vez. Ella se quedó fuera.

Ahora ibas al trabajo en tu coche pensando en ella. ¿Qué hubiera pasado si le hubieras dicho algo? “No tuve ocasión, ya la veré de nuevo y entonces…”, farfullabas para tus adentros.

Y la semana pasó, y llegaron el viernes y el sábado y con ellos la nueva acumulación de excesos y cenas con mucha cerveza y vino que derivaba en ella…o no, porque esta vez ella no estaba en el acceso al local, ni dentro del local,  ni la habían visto por alguna de las calles adyacentes. Esta vez había desaparecido y parecías desesperado o angustiado por verla pero no, ella no estaba y tus amigos te decían “¿quién es ella? No conocemos a nadie así.” Y tú te preguntabas “¿cómo no van a saber? La vimos justo aquí la semana pasada”, y recorrías con la mirada las otras miradas y efectivamente no la veías, no la reconocías entre todas aquellas sombras en la noche iluminadas por la luz estridente de los focos multicolor del local, que daban un aspecto fantasmagórico a la gente, mientras no paraban de bailar y beber a su ritmo, sin verla a ella ni a ti e ignorándote por completo.

Y entonces empezaste a pensar si no te lo imaginaste, si no te la imaginaste a ella, si solo tú la viste, allí de pie, sonriendo y hablando y exhibiendo su esbelta y curvilínea figura solo para ti. “¡No puede ser!”, pensabas, “la vi, estoy seguro, la vi con mis propios ojos.” Y entonces recurriste a algo a lo que no estabas acostumbrado, tu fe. Te dijiste que si la habías visto una vez, la verías una segunda, o al menos eso esperabas, eso querías creer. Lo dejaste todo en manos de la divina providencia y la seguridad (nada segura) de volver a verla alguna vez. “Si nuestros destinos se tienen que cruzar de nuevo, se cruzaran, y la veré”.

Y con esa seguridad te dirigías ahora al trabajo, pensando en ella pero sin ella. Habían pasado varias semanas desde que la viste, y sin embargo, aún no perdías la fe en volver a verla, la esperanza de contemplarla una segunda vez y poder quizás hablarle y conocerla, esta vez sí, a ella.

“Se quedó con su fe, pero sin ella”, pensabas en esta frase -dicha con sorna por uno de tus amigos al otro, aquella noche que decidiste apostarlo todo a una carta-, mientras conducías con el ceño fruncido y tu habitual traje de punto, tu habitual camisa –una de tantas, todas parecidas-, y tus habituales zapatos marrones, dando golpecitos sobre el volante y salmodiando su nombre, que salía expulsado de tu boca como pequeños salivazos interminables…ella ella ella, que se fundían con el ruido del tráfico y de la radio y del motor rugiendo y de la lluvia que tamborileaba sobre la carrocería, mientras dejabas atrás los coches que adelantabas y acelerabas más y más, “la próxima vez, la veo”.


martes, 26 de enero de 2016

Guerra


  Le costaba limpiarse los dientes. Cogía el cepillo con la mano izquierda, se lo llevaba a la boca, y ahí comenzaban sus penalidades. Lo movía en el interior de su boca como un pato mareado, como si no tuviera fuerzas, de manera muy torpe. Había perdido la mano derecha en el campo de batalla y ahora tenía que aprender a usar la mano izquierda para lo que antes hacía con la derecha. Escribir por ejemplo, firmar un documento, una carta, atarse los cordones, limpiarse los dientes…Todo eso le suponía una odisea y por ese motivo, meditando, permanecía ahora mirándose fijamente en el espejo del baño con el cepillo en la boca y la pasta de dientes asomándole por la comisura de los labios, con cara de circunstancias y lamentándose por dentro de esa maldita guerra. “¿Por qué tuve que ir a esa estúpida guerra?” Lo que antes realizaba sin pensar, automáticamente, ahora no podía realizarlo o lo costaba horrores. Tendría que empezar de nuevo, aprender a articular los dedos, a mover la muñeca, adquirir la habilidad que le habían arrebatado al quedarle sin mano derecha. “Podré hacerlo”, pensaba, “peor sería si me hubieran matado, o quedado paralitico o minusválido o ciego. Peor es la miseria. Peor es la falta de ánimos e ilusión por algo.”



     Parker había combatido en la guerra civil, en el bando republicano, y casi lo mataron. Le cayó una granada a muy pocos metros, y no tuvo tiempo para reaccionar. Perdió la mano de cuajo…y el conocimiento. Cuando se despertó en el hospital de campaña, aturdido y aún despistado por la anestesia, como si hubiera estado deambulando por una nebulosa, se percató de las vendas que le cubrían la mano derecha; y se asustó. No sentía su mano derecha. No sentía sus dedos, no podía moverlos. “No tengo mano, oh dios, no tengo mano”. Se puso a gritar y una de las enfermeras se acercó a su cama. Estaban en un pequeño pabellón con más lisiados y más camas. “Tranquilícese, señor, acabamos de operarle y está en el hospital de campaña. Hemos salvado su vida. Lo encontraron desangrándose e inconsciente en una trinchera. Ha tenido mucha suerte soldado. Ahora está a salvo”. La enfermera tenía su mano sobre la frente de Parker y le acariciaba muy suavemente, con afecto. Le hablaba muy despacio, masticando las palabras y mirándole a los ojos. Le transmitía calma. Su aparición le recordó a la de un ángel. Un ángel salvador. Su ángel.



     Dejó el cepillo de dientes y se enjuagó la boca. Había tardado el triple de tiempo que con la mano derecha pero lo había logrado. Tenía la boca limpia. Le gustaba la sensación. Se dijo a sí mismo que la próxima vez tardaría menos tiempo. “Cada vez menos tiempo. Al fin y al cabo, un manco no es ningún discapacitado”, pensaba mientras recordaba a la enfermera que le cuidó en el hospital de campaña. “¿Qué sería de ella?”