martes, 8 de noviembre de 2016

Beso


     Y tú la ves. Lleva ese halo de magia que siempre la acompaña, siempre brillando pese a los días oscuros de invierno. Es ella y estás seguro. Te colocas detrás, siguiéndola, a pocos pasos, quizás diez, no más. Camina deprisa, meneando las caderas de un lado a otro y balanceándose con calma, con ritmo acompasado; es una balsa de agua dulce, es poesía; tu poesía. Rehúsas adelantarla porque te gusta mantenerla a distancia, a esa distancia justa para elucubrar y hacer los malabares precisos en tu mente, porque ella juega en tu mente y se lo permites. ¿Cómo es posible? ¿Cómo la dejas?

     Ella sigue avanzando por la calle sin saber, sin verte, sin tan siquiera intuirte. Es tu pasatiempo, aunque, ¡qué demonios!, pasatiempo es una palabra horrorosa, piensas, y ella es luz, ella merece otro vocablo, quizás inventado, uno que tan sólo sepáis tú y ella, con el que, al escucharlo, gire su frágil cuello y te mire a la cara, a tus labios, a tu boca, y tú lo repitas, susurrando, ese término. Pero no te sale, te quedas en blanco. Jamás supiste que decirle a una mujer. Te quedas en blanco. Sigue, solo sigue andando, no pares, pronto será tuya, compañero, como nuestra es la vida.

     De repente, a los pocos minutos, se detiene. El ruido de los coches te martillea la cabeza. Se hace de noche y eso te pone nervioso. Nunca te gustó la noche. La noche es una montaña rusa. La noche son discusiones y pesadillas. La noche pasa lenta, es viscosa. La noche no es para dormir, piensas, sin embargo, la ciudad sucumbe a ella, se postra ante ella y todos duermen. O eso crees. Lo malo de la noche es que, cuando apagas la luz, y la oscuridad te envuelve, te das cuenta de que estás solo, y muchas veces lloras. No llores, amigo. Piensa en ella; ella tumbada en su cama, quizá desnuda, las sábanas cubriendo su cuerpo, dándole el calor que tú no le das, pero que te gustaría darle. Cierra los ojos y duérmete, soñando con ella.

     Está hablando con un amigo. Juega con el bucle de su pelo. Se ríen. Tú los ves desde la acera de enfrente. Es una pena que ese no sea yo, piensas. ¿Qué habría que hacer para ser él? ¿Arriesgarse? Ahora la tiene cogida de la cintura, y, con cierta galantería que a ti te parece patética, la besa. Ella lo recibe animosa, le gusta. Ofrece su boca. Ese beso te trastoca porque no te lo esperas. Ese beso debería haber sido para ti. Ese beso te ha tumbado en la lona, amigo, pero tranquilo, ahora podrás irte a tu casa, subir las escaleras, atravesar las tinieblas del pasillo y soñar con ella. Si consigues dormirte.

     Solo.

     En algún lugar del paraíso, ella te espera.

No hay comentarios:

Publicar un comentario