No
sabía si soñaba. Ella estaba allí, junto a él, su cuerpo desnudo, apenas velado
por la sábana que se plegaba a sus curvas, resaltando su figura y haciendo que
él, Antony, la mirase como solo se miran las obras de arte; con admiración.
El
amanecer no le gustaba. Abría los ojos, miraba a un lado y a otro de su
habitación, a la ventana y persiana apenas bajada, al armario mostrando sus
tripas, a las paredes solitarias y vacías, descoloridas, a la puerta entornada
de su cuarto, a sus calcetines tirados en el suelo de baldosas, y en su cara
asomaba la amargura de un nuevo día. Su cuerpo y su rostro, de finos rasgos,
tardaban en despertarse, como queriendo retener el sueño que se alejaba, la
noche que se iba, y simplemente se resignaba ofreciendo unos ojos tristes de
mirada oscura, unas arrugas en la frente y unos labios resecos e hinchados,
serios, apenas sin vida. Verlo era ver a un maniquí, a un melancólico pariente
que ve como su allegado se aleja montado en un tren que nunca sabremos si
volverá porque son exiliados o refugiados o muertos de amor o de hambre, y
deben partir lejos como el sueño, la noche, para Antony.
Anhelaba
la noche porque era por la noche cuando soñaba con ella, cuando amanecía con
ella. Se dormía impaciente por verla, por tocarla y olerla, por abrazarla. Sus
sueños eran un bálsamo para él, la isla paradisiaca, las aguas mansas y
cristalinas del mar caribe.
A
veces no se dormía o tardaba en hacerlo. Eran tantas sus ganas de verla, a
Laura, de dormir abrazado a ella, de amanecer con ella, de soñarla, que le
costaba conciliar el sueño, y cuando esto le pasaba se irritaba, y enfadado se
ponía a girar en la cama. O se levantaba y se ponía a dar vueltas por la casa,
yendo a la cocina o al cuarto de baño, leyendo o escribiendo, esperando el
sueño que no llegaba, esperando vivir, porque para él la vida empezaba en el
sueño, para él la vida no era el café del desayuno ni el madrugón diario, ni el
trabajo y la comida a las tres; para él vivir era soñar con ella.
Para
Antony, el día pasaba flotando. La monotonía de la rutina lo asfixiaba, aunque
sobre todo era el recuerdo de ella lo que lo asfixiaba, como si de una soga al
cuello se tratara.
Sueño
y realidad se funden. Se habían citado una vez, la primera, y ya siempre. Él
caminaba por una avenida florida, llena de colores vivos y fragancias intensas,
y palmeras, y olor a sal y océano, a pescadores, flanqueada por edificios altos
a un lado, y mar al otro. Las olas golpeaban la pared del malecón e infinidad
de gotitas mojaban la acera y su cara. La espuma blanca y el viento, junto con
la luz mortecina del anochecer, casi de un escarlata derritiéndose en el
horizonte, impregnaban la estampa de una belleza mágica, casi onírica. Nadie
más paseaba, sólo una figura difusa se comenzaba a ver. Era diminuta, aunque
cada vez se hacía más grande, se acercaba. Pronto la figura adquirió color y
forma, y Antony pudo ver que era ella, Laura, la que se aproximaba. Vestía un
traje de seda rojo, largo, que le llegaba a los tobillos, de gala, y tacones
altos de baile, finos, y en su cara brillaban
sus ojos, de un verde azulado que recordaba al agua del mar que junto a
ellos bailaba la danza del anochecer. Su cabello, negro, lo llevaba suelto, y
sus largas crines espoleadas por la brisa marina, se veían despeinadas. Al
verla, Antony quedó paralizado y soñó que la quería.
Antony
imaginaba que Laura también soñaba con él, que existía Laura, y que ella misma,
todas las noches, soñaba con él. Ella es real, ella me sueña, pensaba Antony, y
sonreía para sí, y buscaba entre todos los rostros, entre todos los cuerpos y
ojos y bocas la de Laura, y no la veía. Tumbados sobre la mullida hierba, a
orillas de un estanque donde las encinas y alcornoques, los jacintos y amapolas,
los ánades picoteando el agua y la melodía de los jilgueros y gorriones les
rodeaban, se prometieron, con palabras que se colaban entre la maraña de besos,
amor eterno. Desde entonces, Antony deseaba que el día pasara veloz y que
llegara la noche para verla de nuevo. Intentaba detener el tiempo,
inmortalizarlo, aunque jamás lo
conseguía, siempre le sorprendía el sol naciente y la espesa niebla los
separaba. Laura, de repente, se esfumaba como el humo de un cigarrillo.
El
amor es certeza de ti, el amor es saber que tú, el amor aparece como un fuego.
No se duda del amor. La boca le sabía a sueño. Caminaba al trabajo pensando,
como siempre, en ella. Dos semanas habían pasado desde que la soñó por primera
vez, y, aunque casi se resignaba ya a verla, la vio. Se cruzó con Laura en un
paso de peatones rodeado por grandes edificios y una gran avenida, las bocinas
de los coches resonaban y el cielo, cubierto de una amalgama de nubes negras,
amenazaba lluvia. Ella vestía vaqueros y blusa, y lo miró. Al principio no lo
pudo creer, Laura, la chica de sus sueños existía de verdad, no se equivocó.
Dudó si estaba soñando o no. ¿Sería posible que de tanto soñar con ella…? Pensó
que a lo mejor él la había inventado, que si soñamos algo fuerte se cumple, que su obsesión con Laura, sueño tras
sueño, había acabado por cumplirse, por formarse, por hacerse realidad; o
¿quizás soñaba?, no, no soñaba. Ella se había cruzado con él, la había visto,
incluso el verde de sus ojos lo miro, sus labios le sonrieron; él la vio.
Esa
noche ya no soñó con ella y nunca más lo hizo, y es que quizás ella, al verlo,
había escapado de su sueño, había roto el hechizo, y ya no más…
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