lunes, 7 de octubre de 2013

3x150 Comida



Procuraba asomarme por el ojo de buey del camarote. Habían comenzado a dar señales de tormenta. La tripulación se movía alterada y nerviosa por el ascenso repentino de las olas en la gran masa de agua, la cual apenas cinco minutos antes, semejaba a  una pista mansa de finísima lona azul. Ahora golpeaban en mi puerta. Me exigían que subiera a cubierta, que moviera el trasero en pos de enderezar el barco y esquivar la tempestad. ¡Como si yo tuviera una varita mágica con la que hiciera milagros! Las voces y gritos se introducían en los oídos, rebotaban por toda mi cabeza produciéndome un dolor de cabeza inmenso. Entonces me tumbaba en el pequeño catre junto a la ventanilla, cerraba los ojos y entonces lo veía. De repente cesaban los gritos, las olas, el viento, los coléricos vaivenes del navío y aparecía ante mí un delicioso arroz caldoso con gambas.  

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Cuatro eran los platos que tenía ante mí. Temblaba. Una venda me suprimía e invalidaba el valioso sentido de ver. Al menos me dejaron sentarme en un modesto taburete, eso sí, con las manos atadas a mis espaldas y el corazón palpitando al mismo ritmo que corren los conejos por el campo. El paladar pronto se me inundo de una saliva con sabor a miel, la tragaba recordando las sabrosas berenjenas rellenas del día anterior. Ahora no podía demorarme, quedaban dos minutos y debía adivinar no con poca suerte y si con mucha habilidad los cuatro manjares que se presentaban ante mí. Un solo fallo y no entraría en la escuela que tanto añoraba. Un sueño infantil. Una vocación de buen comensal. Un reto lleno de sabores, en este caso, de fragancias, de olores. Aspiré olfateando las finísimas partículas que se entrelazaban danzando en el aire y recité firme. Entré.



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A David siempre le gustó pasear por las calles de su pueblo. Añoraba esos paseos de la mano de su Luisa. La pequeña y dulce Luisa. Con su media melena rubia, su flequillo de niña traviesa cayendo hasta las cejas, sus andares ansiosos y divertidos. Recordaba sobre todo la forma como le miraba, achinando sus ojitos azules cuando le entraba algún antojo y tiraba de la manga de su abrigo metiéndole una prisa que él nunca tuvo. Entonces se sentaban en cualquiera de los restaurantes del paseo y ella comenzaba su viaje alrededor del mundo leyendo la carta de arriba abajo, hasta que se decidía por un asado argentino, una lasaña italiana o un gazpacho andaluz, disfrutaba viéndola comer. Disfrutaba de su presencia. Ahora degustaba una lubina al horno con patatas asadas y cilantro él solo. Ya no estaba frente a ella, pero la recordaba a cada bocado que daba.


 

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