Una muchedumbre a tropel, reunida alrededor de un circo. Enarboladas,
jaleando sin parar, gritando a viva voz, de pie sobre unas gradas altas y
abarrotadas se divertían o más bien podríamos decir que se comportaban de manera
primitiva observando el grotesco y humillante espectáculo que en el albero se
daba. Todos los días había festejos de esa índole y gran parte del pueblo se
apelotonaba uno detrás del otro para conseguir una entrada. Los había que
tenían preferencia al ser distinguidos personajes de la sociedad y conseguían
evitarse los empujones, las esperas, los improperios y las malas caras, haciéndose
con un pase preferencial en uno de los palcos preparados, dicho sea de paso,
para tal clase de peloteo o favoritismo descarado. Público de todas las edades
observaban el cruento espectáculo. Los más pequeños al principio se sorprendían
ante la actitud de sus padres. Estos gritaban e insultaban sin reparo ni vergüenza
alguna, relamiéndose la comisura de los morros por cada estocada bien dada, o
bien clavada, o bien ejecutada, como ustedes bien prefieran. Sus vástagos al
principio giraban la cabeza para no verlo. De ese modo se ahorraban una visión
poco agradable. Lo que no podían girar eran las orejas por lo que toda cantidad
de barbaridades penetraban por sus oídos. Sin embargo, está escena sólo ocurría
en el bautismo o primer día que sus padres los llevaban de la mano. A partir
del segundo y a veces incluso a partir de solo un rato, la transformación en
salvaje autómata ya se había consumado, y estos se comportaban a semejanza de sus
idolatrados padres. Las madres y féminas también iban al espectáculo. Era para
ellas una ocasión única para engalanarse, pavonearse y dejarse ver por la flor
y nata de la sociedad. Mezclarse con lo alto, medio y bajo de toda ralea.
Aunque a decir verdad, con pocos de clase baja se iban a mezclar, ya que los
precios del circo eran bien prohibitivos y no podían costeárselo. Así que
tenemos unas gradas llenas, un montón de espectadores deseosos de sudor y
sangre, convencidos todos de que lo que iban a ver es puro arte y tradición, un
ejecutor o varios y un ejecutado.
Unas veces dura más que otras. Normalmente hasta que pierde
mucha sangre o se agota físicamente o las dos cosas a la vez. Cae de rodillas,
postrado, agotado, delante de su verdugo, la sangre le resbala por la espalda,
las laceraciones y heridas abiertas brillan con el sol que cae a plomo a esa
hora sobre la plaza. Agacha la cabeza ofreciendo su nuca. Solo espera la
estocada final. Que le hundan la espada hasta el fondo y acabar con su agonía,
con su sufrimiento. El público vocifera, quiere más. Exige que continúe la
tortura. Se pone entonces en pie a duras penas. Le dan el tiempo justo y siente
un nuevo pinchazo, en una pierna, aúlla y grita de dolor. Se mueve en torno a
él, girándose. Ve aparecer a dos más. Esquiva otro golpe, corre al otro extremo
sin mirar a ninguna parte. Lo empujan, cae de nuevo a la arena. La multitud abuchea,
da ánimos para que no se rinda y se vuelva a erguir. Aún no ha sufrido
bastante. Hay que llevarlo al límite. Siempre lo hacen con todos. Él no iba a
ser una excepción, y lo sabía. Nota sobre su cuerpo desnudo el calor que emana
de la arena, la rugosidad de esta adhiriéndose a las heridas produciéndole dolor,
más dolor. Ahora tiene completamente apoyada la parte derecha de la cabeza en
el suelo. Los ojos cerrados, una serenidad infinita se apodera de su alma. Un
rictus forzando una sonrisa se vislumbra en su rostro. De repente se ve
corriendo por verdes prados, detrás de sus amigos. Le encantaba correr de aquí
para allá, hacer carreras e ir a beber al rio. Entonces era libre. Ahora no.
Ahora era presa de unos salvajes y sufría. Sufría él y sus compañeros. El
pueblo se divertía a su costa como si nada. ¿Por qué él? ¿Por qué ellos? Pues
porque si ellos se quejan no pasa absolutamente nada. Porque si ellos se mueren,
no pasa absolutamente nada. Se reemplazan por otros y listo. Son simples
eslabones de una maquinaria perversa y viciada sin sentido creada por el hombre,
autoproclamado Dueño y Señor del planeta Tierra. “Machina Animata”, como
proclamaba Descartes. Ellos no tienen alma. Y además están ahí para
arrebatarles sus carreras por el campo y negarles su libertad. Ahora abría los
ojos. Procuraba enfocar al público. Su visión era borrosa. Le costaba asociar
las imágenes que veía con lo que realmente eran. El rojo de sus pupilas
recordaba el propio infierno, a la barbarie del mundo, a la mirada de un hombre
sin esperanza ni sueños que pide clemencia. Ahora se frota los ojos y se sacude la sangre.
Ya no existe ni un solo hueco de su anatomía que no esté cubierto de rojo. Oye
un alboroto cada vez más próximo. Ahora ya no son tres verdugos, sino una multitud
salida del mismo público la que se abalanza sobre él. Corren hacia él como una
gran mancha negra la cual se hace más grande a cada segundo que pasa. Con sus
pitones y cuernos bien afilados. Dando bufidos, empujándose unos a otros, desafiándose
con las miradas enajenadas y hambrientas listas para torturarle. Él ahora se
levantaba, a duras penas. Se desplazaba cojeando alrededor del terreno. Mira a
ambos lados, al frente, pero no ve salida alguna. Solo ve toros bravos, sueltos
y sobre todo dispuestos a echarse encima de él. Si, había abierto los ojos y
había despertado a su propia pesadilla. Ahora no era él quien mutilaba y mataba
sin remordimientos. Ahora él era la víctima y cientos de toros los verdugos.
Pensaba para sí mismo en lo macabro de la situación. Procuraba despertarse,
pero nadie puede despertarse si ya está bien despierto. Entonces se veía
diminuto, insignificante, acorralado como una simple rata y no le quedaba más
que derrumbarse a esperar su muerte y suplicar porque fuera rápida. Ahora
comprendía lo absurdo de sus prácticas y de las del pueblo. Gritaba desesperado
que él también tenía alma y que estaba equivocado, que todos estaban
equivocados. Pero ya era demasiado tarde. Se había convertido en una “machina
animata” y simplemente sería reemplazado por otra persona cuando cesara de
respirar.
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