Arrastrarse subrepticiamente por ese suelo lleno de barro, de
lodo, hendir las rodillas y ponerse de perfil como quien mira de soslayo a
algún extraño que espía y te arranca sin pedir si quiera permiso parte de tu
celebrada intimidad, sin avisarte, para luego rodar sobre uno mismo hasta
sobrepasar la alambrada que separaba una parte de la otra era un acto de fe. De
fe porque al otro lado se empeñaba la oscuridad en anegarlo todo, en no
permitir el paso ni de un pequeño halito de luz. Como un escudo que parara todas
nuestras embestidas allí maduraba el negro, haciéndose fuerte y magnánimo oculto
entre árboles frondosos y arbustos
centinelas y hiedra salvaje que se empeñaba en abrazar la alta alambrada y
crecer sin pedir permiso. Además la superficie del suelo bien era propicia para
jugar al escondite y que no te encontraran jamás. Hierba mala y raíces gordas y
truculentas como tuberías de un antiguo desagüe que nadie hubiera reparado en
ellas celebraban con júbilo una fiesta perpetua que duraba ya años, o quizás
lustros, o siglos. La atmosfera allí dentro era pesada, húmeda, sudorosa,
semejaba un arcón cerrado de por vida contigo en su interior, robándote las
ganas de respirar y estrangulándote con ello muy sibilinamente, poco a poco,
como quien sucumbe al cabo de días a un veneno mortífero sacado del mismísimo Mefistófeles
y no puede hacer nada, simplemente resignarse a una muerte lenta y angustiosa,
capaz de hacerte enloquecer de tal forma que quisieras acabar tu mismo con esa
pesadilla.
Siempre había estado allí, acechándome con su silueta de
figuras espectrales, impregnado con el magnetismo que adquieren los objetos o
regalos envueltos, o los portones cerrados a cal y canto, cada vez que pasaba
por allí. Al principio no miraba, ya que el ambiente solitario e inefable de la
calle me infundía respeto, o más bien temor, ese temor que hace que aceleres el
paso y no mires atrás. Lo único que lograba distinguir entonces eran los
graznidos de los cuervos o los gorriones o las palomas, no sabría decirlo bien y menos afirmarlo con exactitud, pero se claveteaban
en mis oídos como los martillazos de un herrero en la noche y perduraban todo
el día en mi cabeza recordándome que ellos estaban allí, acechándome sin
acechar, observando sin observar, con fingido disimulo, adivinando cómo
despuntaba el paso y acababa por correr sin mirar atrás, en ese correr enérgico
y vacilón que te infunde el miedo y te habilita socarronamente la adrenalina,
como riéndose de ti…
CONTINUARA...
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