Pero con el paso de los días, la habitualidad, el simple
hecho repetitivo y monótono de cruzar la enigmática calle día tras día, me fue
inmunizando a su soterrado perfume de ingenuidad pérfida, como quien después de
aspirar un hedor repugnante lo acaba por incorporar a su ser, haciéndolo inocuo
e inodoro para sí, lo que se daría por llamar, falsa apariencia, y entonces
giraba el cuello atraído por sus altas sombras y su oscuridad y sus ruidos,
perplejo y atento a cualquier modificación que alterase la normalidad de sus
formas o rutinas, del mismo modo que me mantenía en guardia el vaivén de un
trasero femenino y robusto con sus andares hipnóticos embutidos en unos
pantalones ajustados. Esta costumbre, la cual fui afilando con el paso de las
jornadas hasta convertirla en un juego de misterios y elucubraciones para mí,
me fue proporcionando una serie de cualidades que se empeñaban hasta ese
momento por mantenerse a guardia en mi interior como el soldado atrincherado
que huye de las bombas y se protege de ellas. Así la curiosidad fue adueñándose
de mi mente y de mi cuerpo, escoltada por esa familiaridad y conocimiento que
proporciona el estudio y sobre todo la observación del terreno pisado, y ya no
solo miraba sino que memorizaba a mi paso cada detalle por superfluo que fuera
como el amante que se aprende de memoria uno tras otro todos los recovecos de
su amada. De esa forma descubrí el hueco, el agujero o escondite el cual
reposaba bajo la alambrada enjambrada de verde, esperando que alguien lo
descubriera para exhalar todos sus encantos a su descubridor, del mismo modo
que espera agazapada la suerte de todo hombre entre periodos sombríos de
desesperanzas y rutinas. Allí se abría, camuflado bajo un montón de tierra,
barro y follaje y trozos de cartón ajados por la intemperie a la que estaban
sometidos, seguramente restos de algún embalaje doméstico olvidado de la mano
de dios, o de la mano de alguien que lo abandono como se abandonan los años,
tapando la entrada al caserón y ofreciendo un paso por el que traspasar la
valla y con ella resquebrajar los límites impuestos por un pusilánime como yo.
Por tanto ya no solo me limitaba a pasar frente a la verja
metálica y alta con la prisa de un corredor de bolsa, sino que indagaba con
total impunidad y recorría su perímetro en busca de esos detalles que se nos
escapan de primeras y que sin embargo están ahí, como el conejo en la
madriguera, esperando ser cazado. Mis sentidos se esforzaban por captar los
detalles más nimios y fugaces, como el espesor de la gravilla del camino y la
hojarasca (cada pisada crepitaba con ese crujido sordo y característico que me
recordaba al abrir de nueces), las siluetas de los árboles que se erguían como
torres empeñadas en defender una fortaleza y todo aquel detalle que precisara
una atención concentrada por mí parte. También como dije, captaba los sonidos
que se le escapaban a la tarde, ya sin procurarme temores ni infundirme más
miedo que el necesario para rodar sobre el agujero sin más compañía que mi
atuendo y mi novedosa imprudencia. Así las cosas, ya traspasada la valla y
dentro del terreno inexplorado, me persigne e inhalé un aire que imaginaba
podía ser el último, por lo que llené los pulmones al máximo. Intuía de este
modo que nada me pasaría. Me incorporé sobre la maleza, levantándome como el púgil
que se levanta por enésima vez a recibir su gancho de derechas y mire a mí
alrededor. ¿Y que había a mí alrededor a parte de una frondosidad de aúpa,
digna de una selva tropical? A lo lejos y detrás de la copa de un árbol gigante
que extendía sus ramas y hojas como un dios de múltiples extremidades se
perfilaba el tejadillo de lo que se suponía una casa ¿abandonada? Desplazarse
por ese terreno era ardua tarea, menos mal que ese día llevaba pantalones
vaqueros, en contra de otros muchos, en los que mi afición por los pantalones “piratas”,
por debajo de la rodilla, me hacía llevarlos por costumbre, casi a diario. Ese
día sin embargo, no. Seguramente al despertarme por la mañana y después de
rememorar mis incursiones aún fallidas por el terreno, me dije que no sería
buena idea ir con piratas a la aventura. Y dije bien. Cantidad de pinchos,
zarzas, raíces, arbustos, hojas ásperas como lijas y demás variedad de diversas
especies de hojarasca cuya función
seguramente no era la de molestarme ni mucho menos, pero lo hacían y se me
clavaban a cada paso, se empeñaban en estar justo por el sitio que yo pasaba.
Incluso traspasaban la dura tela del vaquero, lo que provocaba en mí unas
simpáticas muecas no ya de dolor, sino de resignación mal aceptada que
acentuaba con unos simpáticos quejidos que ni un cantor de flamenco.
Entretenido como estaba en abrirme paso (no existía vereda alguna), llegué a la
orilla de un riachuelo. El hedor en aquel punto era ya máximo y mis ropas antes
de un color, ya estaban manchadas de un marrón lodo que haría las delicias en
cualquier pasarela del mundo. La luz del sol llegaba tenue y debilitada, y
comenzaba a hacer un frío que se calaba en los huesos. Había perdido bastante
tiempo desplazándome en dirección a aquel árbol, más del que pensaba y ahora el
sol ya estaba muy bajo. Por su posición debían de ser las seis o siete. No
llevaba reloj por lo que bien podía estar equivocado. El olor como dije, había
aumentado en intensidad y costaba en ese punto hasta respirar con cierta calma.
Además, ¿de dónde salía aquella masa de agua? No tenía conocimiento de ella. No
hay río ni lago ni nada parecido en el pueblo. El más cercano se encuentra a
unos cuarenta kilómetros de allí, y ni siquiera se acerca más que eso...CONT...
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