Un whisky solo, sin agua, con
tres hielos. Esa bebida una y otra vez, un día tras otro, pedida con el simple
gesto de dirigir su mirada, tan profunda y cansada, ojerosa, al camarero que ya
lo conocía de tantos días consecutivos, de tantas noches acodado a la barra del
bar bebiendo solo y pensando en ella, siempre en ella y hablar de ella y
callarse y pronunciar su nombre como balbuceando, como a regaña dientes, como
con miedo de y si me escucharan, pero ya todos lo sabían, todos la conocían,
ella, tan lejos y tan presente. Solo entrar por la puerta del bar y el camarero
comenzaba a preparar lo que ya sabía que no le iba a pedir, pero si sabía que quería, su whisky solo sin agua,
con tres hielos. Después del trabajo no tenía a donde ir, ¿meterse en su casa,
en ese cubículo que lo corrompía más aún, que lo carcomía, que lo destrozaba
por dentro? Las paredes en esa casa, en sus circunstancias, se nos vendrían
encima, por grande y amplia que sea su casa estamos seguros que las paredes se
moverían, cediendo a los deseos de autodestrucción de su inquilino y como digo,
irían aproximándose entre ellas, las paredes, hasta que casi podría uno
tocarlas con ambas manos a la vez, simplemente con poner los brazos estirados
en cruz. El techo en este caso también juega un papel importante. Iría cediendo
pero más lento, como con burla, muy sibilinamente, casi de forma imperceptible
para casi aplastarnos al cabo de un buen rato. Quizás uno se hubiera quedado
dormido y al despertarse tendría el techo a dos palmos de las narices y las
paredes a uno y no le quedaría otra que gritar o volver a dormirse, pero esta
vez para siempre o no. El caso que nuestro chico, no iba a casa después del
trabajo. Iba al bar donde le servían tan escrupulosamente su whisky y donde
además cerraban tarde dejándolo a uno tranquilo. Así desde aquel momento, desde
justo el día siguiente al suceso, a las circunstancias que lo cambiaron todo.
Él que tenía su vida planificada, sus horarios estructurados, su rutina tan
mecánica, tan seguro de todo y mira, todo al garete, todo se desmorona en un
instante, todo sucumbe y sobrepasa nuestras expectativas. No hay un mañana. Hay
un hoy, si me apuras un ahora. Pero para él claro que existía un mañana, lo
tenía muy bien aprendido, se lo habían enseñado desde pequeño. Siempre tan
correcto, tan formal, tan puntual y meticuloso. Se sacó la carrera a la
primera. Conoció a la que sería su mujer a la primera también. Obtuvo su
trabajo en el bufete a la primera, desde luego. Todo a la primera. Todo tan
rodado, tan perfecto, tan luna de miel que asustaba. Era muy de comida a las
tres y corre que me voy que a las cuatro y media tengo reunión. Era muy de
horarios, muy de reloj de pulsera. Decimos era porque parece que en los
sucesivos días al hecho traumático en cuestión, el cual aún ignoramos, nuestro
hombre rompió con todo, y sobre todo rompió con su plan de ruta, con las cartas
de navegación que llevaba siempre consigo. Los derroteros lo habían
traicionado. Y es que un derrotero no deja de ser un derrotero, un viaje
peligroso que hay que tomar y que nos puede sorprender, para bien o para mal.
No es cuestión aquí de mencionar grandes marinos pero digamos Ulises, digamos
Ahab, digamos Colón. Todos ellos obsesionados, todos ellos buscando, todos
ellos ansiando un deseo capaz de destruirlos. Una obsesión. ¿Y que es la vida
sino un derrotero? Nuestro hombre, llamémosle Quique por ejemplo, (desconozco
su verdadero nombre, aunque el lector aquí puede desde luego nombrarle como más
guste o apetezca), nuestro hombre decía, lo tenía todo, o creía tenerlo todo y
se quedó sin nada, o pensó que se quedó sin nada. En ese caso, en el que la
cabeza se te nubla, en el que tus movimientos físicos parecen sacados de una
película en cámara lenta o directamente de una película del espacio, comienzas
a pensar. Y pensar en semejantes condiciones es muy peligroso. Acostumbrado
como estaba a su plan de vida cuadriculado, a su mujer, esa dulce y encantadora
chica que lo esperaba todas las noches en casa, vestida siempre tan sensual,
tan para él, para su marido porque sabía que le gustaba así, que le gustaba que
lo recibiera así, le abría la puerta y en braguitas y sujetador, la mayoría de
las veces, cuanto más con una camiseta suya encima, de él, amplia, tan grande
que por las mangas se le insinuaban los pechos, sus pechos que tantas veces y
que tanto gustaba de besarlos, de succionarlos, acariciarlos porque su mujer,
tan sensual, tan suya, tan para siempre. Y ahora ya no. Ahora bar y whisky.
Ahora soledad y miedo. ¿Ahora quién lo esperaba después del trabajo? ¿Quién le
abría la puerta tan para él?, porque él tenía sus llaves pero no abría, llamaba
para que ella le abriera y verla, y besarla lo primero y después la cena que se
enfría, y quizás champan o vino tinto y jazz, el amor. Con el cuarto whisky
estas imágenes le bailaban en la cabeza. Ya llevaban deslizándose un buen rato,
de hecho siempre estaban ahí, su mujer, su piso, sus discos de jazz y el
portal, escurriéndose por su mente, casi sin permiso, quien lo necesita cuando
eres tú, todo eres tú, tus miedos, tus nostalgias, tus pensamientos, todo eres
tú y te engloba, eres todo eso y tus sentimientos. Y eres todas esas imágenes
que ahora te bailan en la cabeza porque un día…El portal donde la conociste,
tantas veces te cruzabas con ella que al final, al cabo de muchos holas, de
muchos buenos días, la acabaste por conocer, por ir formándote una imagen de
ella, tan siempre igual pero distinto. Esa primera sonrisa, esa es la que ve él
ahora que sorbe el whisky, el poco whisky que le queda, tengo que pedir otro,
el camarero ya lo sabe, ya me lo trae, esa sonrisa, tan de niña inocente,
limpia, sincera, no carcajada, sólo una leve mueca, suficiente para
engatusarme, un día tras otro hasta que le pides salir ya que tienes una fiesta
y hombre, si te gustaría acompañarme, sería un placer para mí. Y empiezas a
salir con ella, y cada vez te gusta más, y a ella le gustas tú porque mira que
chico tan responsable y que atento, pero que guapo. Y pasan los meses, los años,
y te quieres casar conmigo, como no me voy a querer casar contigo tonto, y
todos se ríen y os felicitan y te vitorean porque estás de rodillas delante de
todos en la cena de nochebuena con toda su familia delante, y tú pidiéndole
matrimonio con la cara roja de la vergüenza. Esos recuerdos que te martillean
la cabeza y que no puedes evitar. El camarero ya te ha servido el quinto whisky
y te ofrece una servilleta. Estás llorando con el rostro caído, sombrío,
triste, con los codos apoyados en la barra sujetándote la cabeza. Todo es tan
caótico, tan impredecible, tomamos por seguras tantas cosas que no son, que da
miedo, que asusta pensar que nada es para siempre, que todo pende de un hilo
que se puede romper en cualquier momento, que poco depende de ti pero sin
embargo. Sin embargo miramos tan adelante, tan seguros de donde pisamos que nos
sorprendemos cuando el suelo está resbaladizo, cuando ha llovido, cuando ha
tronado y el firme se embarra, se ensucia y nos manchamos. Nosotros que somos
tan limpios, que no podemos, que no osamos mancharnos, tan impolutos que
cualquier imprevisto nos desequilibra. Un día llegaste del trabajo y llamaste
como siempre hacías, como le gustaba hacer a Quique, y no le abrieron. Llamó
una segunda vez. Esperó. Estará en la ducha o en la terraza, lo mismo no oyó el
timbre. Tercera vez. Recuerdas entonces que pasaron cinco minutos, diez y no
abrían aún. Te llevas el vaso a la boca, tragas una buena cantidad de whisky
que te hace arder la garganta. Te comenzaste a impacientar. Nunca te había
pasado, si por lo menos tuvieras tus llaves, pero ese día no te las llevaste,
tan convencido de que te abrirían la puerta y hola cariño. Maldita sea.
Aporrearás la puerta entonces, darás vueltas sobre ti mismo, comenzarás a
ponerte nervioso. ¿Habrá ido a comprar? Imposible, todos los comercios ya han
cerrado. Una sombra de sospecha te comenzará a nublar la vista. Tranquilo.
Respira. Recuerdas como lo hiciste, imagina lector, que tú eres Quique, sacaste
el móvil y después de haberte calmado, te sentaste en las escaleras, sereno
aún, marcando el número de tu mujer, escuchando los tonos tan profundos, tan
largos y ninguna respuesta. Una segunda llamada porque y si en el bolso, y si
conduciendo. De nuevo los tonos, cuarto, cinco…Una voz de hombre te responde,
“Hola, ¿es usted el marido de Violeta? Soy el Doctor X y su mujer está hospitalizada,
etc.” Y tu vida que se desmorona, que se desparrama como una montaña de naipes
que se mantenía en pie gracias a un precario equilibrio como el de tu vida,
como el de mi vida y la vida de Quique. Un equilibrio que suponemos firme pero
que se tambalea, se cae, como esas
chabolas arrasadas por el viento o el agua, tan expuestas a todo, tan frágiles. Fuiste corriendo al hospital. Ibas pensando
en que le habrá pasado, lo mismo no será
nada pero ese tono, no te dijeron nada, no te tranquilizaron mucho, solo vente
en seguida que aquí la tenemos. Te hablaban como si tu mujer fuera un paquete,
un ser ya inerte que simplemente esperan que se lleven ya porque molesta y
necesitan la cama para otro. Mercancía. No, lo mismo no es nada, lo que pasa es
que soy un tremendista, siempre nos vamos a lo peor, a lo más trágico, a lo más
grave, siempre nos ponemos en lo peor porque qué se yo. ¿Una pulsión
sadomasoquista? El miedo que nos atenaza, el miedo a perderlo todo, a perder lo
que creemos tan inmutable, tan nuestro que no puede ser que desaparezca de un
minuto al siguiente. Todos los días iguales, levantarse temprano, ir a
trabajar, volver a casa para comer, irte de nuevo al trabajo y volver al hogar
donde te espera tu mujer. Un día tras otro. La vida de Quique tan regulada, tan
predecible y las llaves que se le olvidaron ese día. Ella había salido de casa
dispuesta a llevárselas a su trabajo. Lo intuyó cuando entró desesperado en el
hospital, subiendo los peldaños de dos en dos, recorriendo con la vista, como
un loco los rótulos donde indicaban los diferentes servicios. “Uci”, aquí es…Una
señora mayor, vestida con un pijama blanco, con aires de llevar muchas horas de
servicio, sin duda la enfermera, le dijo que la siguiera. Nadie hablaba, todos
estaban sumidos en un silencio atroz, un silencio que nadie se atrevía a
romper, un silencio pactado sin necesidad de palabras. ¿Qué decir en ese
momento? Las palabras sobran. Estaba en el lugar donde las dignidades se
pierden, donde todos deambulan disfrazados, escondidos tras aquellas máscaras,
esos gorros, pijamas horribles que despersonalizan a cualquiera. Hasta a él le
habían hecho ponerse una mascarilla, unos horribles patucos que al principio no
atinaba a colocarse bien, (estaba nervioso, impaciente) y un gorro como los que
se ponía Violeta cuando se metía en la ducha y no quería mojarse la cabeza. Se
sentía ridículo. Ridículo y destrozado. Ahora también se sentía ridículo y
destrozado bebiendo un vaso tras otro de whisky, solo, con la compañía del
camarero que escuchaba, que veía, que simplemente estaba atento a él y le
ofrecía su compañía. Hay que saber acompañar, no es fácil y no todos saben. El
camarero sabía. No hablaba, escuchaba. Asentía o negaba con la cabeza y le
ofrecía su atención cuando este la requería. Era tarde ya, el último cliente se
había ido hacía rato y Quique continuaba allí, en la barra, acodado, en la
misma disposición que el día anterior y el anterior y el anterior. Cualquiera
que quisiera encontrar a nuestro protagonista esos días sólo tenía que
dirigirse al bar a la misma hora y allí lo encontraría. Violeta estaba tendida,
recordaba Quique, visualizaba Quique, tantas veces, a todas horas, envuelta en
una maraña de cables, lívida, desfigurada por un tubo que penetraba en su boca
como un puñal clavado hasta el fondo, completamente desnuda, expuesta como si
de un animal enjaulado se tratara, totalmente dependiente de todos esos cables
y tubos. Los ojos cerrados, las fosas nasales dilatadas, los brazos extendidos
y atados a los laterales de la cama y el pitido y los ruidos de las máquinas
que a ambos lados rompían el silencio que reinaba en esos momentos allí, en el
box número cuatro. Dulce Violeta, tan sensual, tan graciosa, tan amiga, tan
amante y mírate ahora, quizás luchando ¿contra qué?, la vida, la muerte. Le
explicaste al camarero como viste tus llaves en su bolso, como te sorprendiste
al verlas allí, no deberían haber estado allí, después de que te dieron sus
pertenencias, su bolso y su cartera, la cual habían sacado para coger sus datos,
las viste allí dentro. Te dijeron que tuvo un accidente con su coche, que una
bicicleta se cruzó en su camino y tu mujer dio por lo visto, según testigos, un
volantazo para evitarlo, para salvarle la vida a él, al ciclista que se quedó
mirando, temblándole las piernas, casi sin poder tenerse en pie, boquiabierto y
absorto. El coche volcó, dio cinco o seis vueltas sobre sí mismo y fue a parar
contra un muro de contención. No lo creías creer, mientras te lo contaban
mirabas los ojos de Violeta, sus párpados, su expresión anodina la cual podría
ser la expresión de cualquiera, de una momia, de un muñeco, cuando nos quitan
la voluntad, la conciencia, ¿qué nos queda?. Allí estaba Quique, con sus ojos
llorosos, con sus ojeras y su mal cuerpo, había perdido seis kilos en tan solo
dos semanas, mirando los ojos del camarero que confundía con los de ella, que
hacía tan sólo dos semanas eran los de ella y ahora eran los del camarero y él
tan destrozado. Las llaves, si hubiera
tenido mis llaves pero no, no las tenía y a lo mejor si…mejor ni pensarlo, esas
cosas nunca se saben, no las controlamos, pensaba Quique mientras el camarero
le servía su sexto whisky solo, sin agua, con tres hielos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario