El bar sito en la calle
espárragos número veinte, de esquina en el edificio quizás más longevo del
barrio, fachada de ladrillo visto y color rojo parduzco, emulando sin
pretenderlo a sangre venosa desparramada, su amplia vidriera por la que desde
fuera uno podía alcanzar a ver el interior siempre que tuviera intención de
ello y acercara los morros al escaparate y su rótulo con letras mayúscula y
bordes redondeados dibujado sobre la puerta, en la que anunciaba su nombre “Bar
Piraña”, era el local propicio para nosotros. Quizás debido al hecho repetitivo
de ir todos los sábados allí, o quizás porque las condiciones y atmosfera que
se respiraba en su interior lo hacían apetecible. O quizás una mezcla de ambas.
Aunque posiblemente a decir verdad, no fuera por ninguna de ellas. La atmosfera
como decía antes, era vomitiva, por lo que podemos descartarla, y el hecho de
que fuéramos todos los sábados allí, era porque este era el único local que permanecía
abierto a esa hora, cinco de la mañana, cuando Saúl y un servidor, acabábamos
la jornada laboral y nos reuníamos entorno a una de sus mesitas de madera. En
sus entrañas poco que decir, putas y chulescos, tipos alcoholizados tomándose
un último trago interminable, alguna riña simpática que acababa con botellines
y vasos por los aires, los cuales estallaban en mil pedazos contra el suelo en
el mejor de los casos. En el peor imagínense la cabezota de algún borracho como
blanco, y las carcajadas y risas al fondo admirando de soslayo y sin recato la certeza del lanzamiento y su afinada
puntería. Podrá por lo dicho parecer que no era lugar este muy recomendable
para dos jóvenes entusiastas. Pero vistas las pocas opciones o nulas más bien a
las que nos ateníamos, era la mejor. Al menos disponía de unas pocas mesas
repartidas, o tiradas, o lanzadas de mala gana por el suelo pegajoso y sucio
del habitáculo, lo que hacía caminar por el, y más a esas horas de la noche, o
de la mañana según se mire, en un acto de fe y perseverancia. Al fondo, en una
esquinita, escorada e iluminada por una bombilla que caía del techo enganchada
de un cable negro, nos sentábamos. Saúl siempre a la izquierda de la pared, y
yo enfrente suya. Provistos de una buena jarra de cerveza, disertábamos a esa hora
de asuntos banales, fútiles, erráticos, insustanciales, ligeritos y poco
inteligentes entre trago y trago. Unos días era sobre la gran cantidad de tipos
de tornillos que existían en el mundo, y otro sobre la vida.
-Hoy es un mal día – Saúl miraba extasiado su jarra de cerveza, las
palabras le salían de forma mecánica, atravesando sus cuerdas vocales, de forma
grave, convincente, hipnotizado y convencido de lo que decía. – la vida, parece
que todo va sobre ruedas, nos sumimos en una felicidad ficticia, sonreímos sin
saber muy bien porque y de repente, cuando menos te lo esperas y cuando menos
lo piensas, o ni siquiera lo piensas, toda esa delgada y frágil línea se rompe
como se rompen esos vasos contra el suelo. Mil añicos y se acabo.
Yo escuchaba con atención, y
sorbía de mi jarra a buen ritmo, tragos largos, abundantes, traía sed y el
grado de embriaguez aumentaba a cada sorbo. – La vida es así, puñetera, cuando
piensas que controlas el combate, que has aprendido la lección, cuando nos
cubrimos de los golpes y tratamos de esquivarlos, recibimos un gancho que nos
noquea. Directo a la crisma. Nos tira a la lona y nos deja ko. – levanté la cara, mirándolo a los ojos. - ¿Qué
te ha pasado?
-En realidad nada, no sé. Es esta
mierda. – Miraba su vaso con desprecio disimulado, empinaba el codo y daba
sorbitos cortos, tragando poca cantidad, como si lo que bebiera le causara un
dolor añadido. – Hoy me dio por pensar, vi está tarde un chico joven,
entusiasta, sonreía el muy jodido, sonreía sólo. ¿Lo puedes creer?
-Mucha gente sonríe Saúl, yo
mismo sonrío de vez en cuando. No podemos no sonreír.- Esbocé una sonrisa
socarrona, algo forzada pero bien amplia. Siempre que lo hacía dejaba asomar un
colmillo, quizás resultara poco sugerente o incluso amenazante, pero a mí me
parecía atractivo, aunque supongo que a fuerza de convivir y verlo todos los
días. – Está claro, y por todos está visto, que no podemos vivir con miedo, o
con temor, o sumidos en pensamientos negativos. ¿Viste a los animales? Ellos no
temen la muerte. Viven. Se limitan a sobrevivir sin mayor preocupación que el
ahora.
Saúl miraba el suelo. Más que el
suelo mantenía sus ojos clavados en una cucaracha negra y algo pequeña, la cual
permanecía inmóvil en lo que consideró buen sitio para descansar. Este buen sitio
era debajo de la mesa, y junto a mi zapato izquierdo. – Este chico, el
sonriente, vestía traje gris, camisa blanca, sin corbata, alguien importante
sin duda, aunque todos somos importantes, ¿no?, recuerdo que llevaba un maletín
colgado de la mano derecha, negro. – Dirigió sus ojos hacia mí, abiertos,
grandes, dos esferas me traspasaban ahora. – Andaba sin más, como quien va al
trabajo a pie, o como el que vagabundea buscando por las basuras algo que
llevarse a la boca, o como yo mismo. Yo andaba detrás suya, no justamente
detrás pero si que lo veía bien, a cierta distancia, como un lobo agazapado, y
¿sabes qué pasó?
Vi como sus ojos se encendían,
como del blanco que abrazaban sus pupilas negras emergían manchas de color rojo,
estas acabaron por teñirlo del todo. Sus labios comenzaron un baile trémulo. Un
rictus tan serio como espeluznante me miraba fijamente.
- De repente se desplomó sobre la acera. Cayó
como una hoja en otoño, sin la menor vacilación. Iba andando y de repente su
corazón falló. Falleció en el acto. Nada que hacer. ¿Te das cuenta?
Miré la cucaracha junto a mi
zapato, continuaba quieta, inmóvil en su posición. Saúl lloraba ahora, en
silencio, hizo un gesto al camarero. Quería otra jarra. Yo no sabía que decir. –
La vida es eso. Da tantas alegrías como penas. Nos colocan un caramelo en la
boca, nos dejan saborearlo, disfrutarlo, e incluso le acabas cogiendo cariño,
te aferras a el, y de repente, de golpe, te lo quitan.
-Quizás sea eso. Quizás debamos
vivir como esta cucaracha. Sin pensar mucho más allá. Yo no pedí vivir, me
lanzaron a este mundo maravilloso y aquí estoy. En un bar de mala muerte,
arrinconado, pensando vacuidades y disfrutando de está cerveza helada contigo. –
Justo le servían la pinta, Rafa, el barman, le guiñaba un ojo cómplice. A pesar
de las horas, Rafa siempre estaba de buena cara. Tenía razones para no estarlo
y nadie le reprocharía nada. Pero vivía feliz. Como una cucaracha, disfrutaba
de su trabajo y se le notaba. Buen hostelero. Buen hombre. La vida le había
maltratado y sin embargo siempre salía adelante. Su mujer e hija murieron en un
accidente automovilístico. Pero eso es otra historia.
Alcé la jarra de cerveza a medio
beber, el líquido oro se balanceaba al compás de mi movimiento. – Salud, amigo,
vivamos sin miedos. Mientras dure, es un milagro sublime del que debemos
disfrutar. Saquémosle el jugo ahora que podemos.
Saúl levantó su cerveza y la
chocó contra la mía. – Salud!!! – El brindis sonó como un golpe seco, como un
puño dirigido contra una mesa maciza de madera. Algunas putas e incluso el
camarero giraron la cabeza. Y como si nada hubiera pasado, la volvieron a sus
asuntos. La cucaracha ya no estaba bajo la mesa. Había desaparecido.
Probablemente encontró un rincón más suculento o quizás, y solo quizás, fue
aplastada contra la suela de algún zapato sin esperarlo. Quizás incluso fuera
mi zapato… Así es la vida, impredecible, un libre albedrío del que formamos
parte y del que lo menos que podemos hacer es vivirla.
Éramos ya las últimas dos
personas en el bar. Las jarras habían corrido una tras otra, como conejos
escapando de su depredador. Rafa apagaba las luces, primero las de la barra,
después las de más al fondo. – Chicos, mañana más, nos vamos. – Su voz ya
denotaba ese tufillo a cansancio y hastío después de una dura jornada. Tenía ganas de irse. Era su hora. Más temprano
que tarde, y seguía con su cara rechoncha y amigable con la que te brindaba día
tras día. A tientas y más de lado a lado que rectos, nos encaminamos a la puerta,
nos despedimos del bueno de Rafa y desaparecimos en la niebla.
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