1
El último golpe se lo dio en la
cabeza. Cayó a plomo sobre las frías baldosas de la cocina. Andrew había estado
discutiendo con su mujer. La enésima discusión desde que se casaron. Nunca
había llegado tan lejos, pero esta vez se le fue la cabeza de tal modo, y su
mujer estaba tan alterada y enajenada, que no lo pudo evitar. Llegó a su casa,
y antes de que pudiera dejar su abrigo en el recibidor, su mujer lo estaba
esperando con los brazos cruzados, de pie, con el pelo recogido y sus gruesos
labios fruncidos, sosteniendo un cuchillo entre las manos.
Vivían en una zona residencial,
en una casita adosada de color blanco y tejas negras. Grande. Cómoda. No vivían
mal. Los vecinos no solían molestar ya que casi nunca estaban, y normalmente el
único alboroto que se escuchaba en la calle, era el de los perros ladrando y el
suyo propio cuando discutían. Pero nunca lo hacían fuera de casa. Siempre
discutían de puertas para adentro y procurando no armar mucho jaleo. Susan, su
mujer, era una estupenda ama de casa que hacía un pastel de manzanas riquísimo.
Era una estupenda cocinera. Habitualmente, los sábados, cocinaba algún plato de
carne o de verduras para compartirlo con los vecinos o con algún invitado. O
con sus amigas. Aparentemente, de cara al exterior, eran un matrimonio normal y
así se comportaban tanto con sus familiares como con sus vecinos. Disimulaban
cuando salían fuera o cuando algunos amigos iban a pasar una velada a casa.
Barbacoa y cerveza. Pero allí, entre esas cuatro paredes, en su dulce hogar,
cuando estaban solos, se desataban unas discusiones tremendas.
- ¡Tú ya no me quieres! ¡Tú eres
un cerdo pervertido! ¡Tú me engañas con otra! - le gritaba cualquier día Susan
a Andrew con la cara desencajada, despeinada y los ojos fuera de las órbitas.
Andrew negaba todo y le imploraba
que se calmara. Se acercaba poco a poco a ella hasta que conseguía abrazarla.
Le echaba el aliento encima, la retenía entre sus brazos y la calmaba
susurrándole al oído que ella era el amor de su vida, la mujer de sus sueños. Y
le comenzaba a dar pequeños besos en la cara, repetidas veces hasta que Susan
se reblandecía en sus brazos. Sus ojos, vidriosos, pasaban a cerrarse. Andrew
le decía “ya pasó nena, ya pasó” mientras le secaba las lágrimas con el dorso
de la mano y continuaba besándola por toda la cara. Al final acababan
reconciliándose y haciendo el amor en cualquier parte de la casa. Se revolvían
de forma frenética por todos los rincones y follaban durante horas. Así solían
acabar sus discusiones, con sexo salvaje.
Pero esta vez fue diferente. Está
vez Andrew no consiguió abrazarla como hacía siempre para calmarla. Esta vez
Susan tenía en la mano derecha un cuchillo. Estaba de pie e inmóvil. Se le veía
parte del pecho izquierdo. Los brazos los mantenía cruzados. Llevaba puesta una
bata sin atar y las piernas las llevaba desnudas. Permanecía descalza sobre el parqué
del suelo. Los listones de madera crujían al oscilar sobre ellos, a cada paso.
En esas condiciones, Susan comenzó la retahíla de siempre, los insultos y
amenazas habituales, con la diferencia del arma, del cuchillo que sujetaba.
-¡Tú has estado bebiendo! ¡No me
engañas, te huele el aliento a whisky! ¡Y encima tu ropa huele a perfume
barato! - Gritaba mientras descruzaba los brazos y enseñaba el cuchillo a su
marido, moviéndolo de un lado a otro. Amenazándolo.- Ni se te ocurra acercarte
a mí.
Andrew dio un par de pasos hacia
su mujer y se paró de golpe. Procuraba mantener la calma.
-No, nena. Vengo del trabajo.
Ven, suelta ese cuchillo. No seas cínica.- Hablaba despacio, muy calmado, pero
estaba borracho y se trastabillaba al pronunciar las palabras.
- ¿Qué vienes del trabajo? Y una
mierda. Te dejaste las llaves de la oficina encima de la mesilla. Mentiroso.
Eres un sucio cabronazo.- Susan comenzó a blandir el cuchillo. Le temblaba el
brazo mientras lo hacía.- No te acerques más.
Los gritos aumentaban. Se escuchó
el ladrido de un perro fuera de la casa. La ventana del salón estaba abierta.
Solo las cortinas velaban el exterior. Unas cortinas de color blanco.
- ¡No te atrevas a tocarme! ¡No
te acerques o te lo clavo!- Susan miró hacia la cortina de la ventana, que por
un momento hondeaba como si fuera una bandera. Todo quedó en silencio después
del ladrido.- He aguantado todo este tiempo, pero ya no puedo más.- Las
lágrimas comenzaban a asomar por su rostro.
- ¡No sabes lo que dices nena!
Vamos a calmarnos. Has estado bebiendo. Suelta eso.- Andrew vaciló un momento.
Extendió las palmas de sus manos en señal de paz, pero Susan estaba tan
nerviosa que le tiró el cuchillo a la cara de repente. Fue un acto fugaz, casi
reflejo. Andrew se contorsionó de tal modo que logró esquivar el cuchillo por
poco, recuperando al instante su posición inicial. El cuchillo se había clavado
en un armario del recibidor y su empuñadura brillaba como si fuera un
diamante.- Loca hija de puta. Estás loca nena. ¿Qué te pasa?
Susan lloraba. Había lanzado el
cuchillo hacia su marido y lloraba y temblaba y permanecía de pie tambaleándose.
Su cuerpo era como una gran montaña de gelatina.
- Ojala estuvieras muerto. Me
prometiste que me cuidarías, que me amarías, que serías mi hombre y no eres más
que la polla de cualquier zorra barata.- Mientras lo decía avanzaba contra su
marido. La bata se le había abierto del todo. Se podían ver sus braguitas de
encaje azules y sus pechos descubiertos. Movía los brazos frenéticamente, como
aspas de molino.
Andrew la sujetó antes de que la
golpeara con los puños. La agarro de las muñecas fuerte y la lanzó contra la
pared de enfrente. Un cuadro se cayó al suelo. Era un retrato de los dos del
día de su boda. El marco se rompió. Los trocitos de cristal roto se esparcieron
por el suelo. La foto aun así podía verse perfectamente. Había caído boca
arriba. Andrew y Susan sonriendo frente a la cámara y abrazados con sus caras
muy juntas, casi pegadas.
- No sabes lo que dices, loca.
Insensata. Borracha. Casi me matas con ese cuchillo. Te ruego que te calmes y
hablemos.- Intentaba acercarse para calmarla, pero era imposible, Susan era un
completo manojo de nervios. Andrew miró por un instante el retrato en el suelo.
Lo evitó pisar y comenzó a agacharse para coger a su mujer, pero Susan se dio
la vuelta y comenzó a gatear como pudo alejándose de él. Se deslizaba bastante
rápido y además, le soltó una patada que le alcanzó el rostro.
- ¡Estás completamente loca! Me
has roto la nariz, puta.- Andrew se presionaba su nariz. Se la refregaba y
presionaba con fuerza.
El golpe lo había hecho
tambalearse y casi perdió el equilibrio. Estuvo a punto de caerse de espaldas.
Tenía sangre en las manos. Unas gotitas salpicaron el suelo que se estaba
llenando de motas de color rojo. También se manchó la foto.
Susan mientras tanto había
logrado ponerse de pie y se dirigía a la cocina. Se apoyó en el marco de la
puerta, mirándole con los ojos llenos de lágrimas e inyectados de odio.
- ¡Loco estarás tú! Vuelves
siempre a casa borracho y encima me mientes. Todo nuestro matrimonio ha sido
una farsa. ¡Ni siquiera sé por qué me case contigo! Eres despreciable y ruin.-
Gritaba aturullándose con las palabras.
- Escúchame, si me emborracho es
porque el trabajo es una mierda y porque los chicos son una mierda. ¡Porque TÚ
eres una mierda! Siempre fingiendo con tus amigas. Estoy harto de fingir. Estoy harto de ti y de tus amigas. Estoy harto
de los vecinos. Estoy harto de esta casa.- Andrew hacía aspavientos con los
brazos y aumentaba la voz a medida que hablaba. Se agachó a recoger el marco
del suelo. Sujetó la foto con ambas manos y la rasgó. Su mujer ya estaba en la
cocina.
Andrew con la camisa manchada de
sangre y sujetándose la nariz con una mano, corrió a abrir la puerta de la
cocina, pero Susan estaba justo detrás, apoyada, haciendo fuerza con la espalda
para que no la abriera. En la calle seguía reinando el silencio.
-
Abre la jodida puerta, nena. Abre la puerta o la tiro abajo- gritaba él
sin dejar de aporrearla.
Susan continuaba haciendo fuerza
pero los golpes de Andrew aumentaban y cedía poco a poco. Sus pies resbalaban
en el suelo a medida que la puerta se abría y estuvo a muy poco de pegar con su
culo en el suelo. Andrew pasó entonces. Le había costado pero estaba en la
cocina. La golpeó en la cara. Una vez. Una sola bofetada a la que ella contestó
pataleando. Le consiguió dar una patada en la espinilla. Se podía ver un
reguero de sangre tras Andrew. No había parado de sangrar. Se movían por la
cocina tirando los cubiertos y la loza de la encimera y los muebles. Una
cacerola rodó por el suelo. A punto estuvo de pisarla Susan. La cocina era un
campo de batalla. Corrían de un lado hacia otro persiguiéndose.
- Suéltame hijo de perra. No
tienes ningún derecho sobre mí.- ella gritaba. Andrew la tenía cogida por los
pelos.- Suéltame borracho. Eres un borracho. Me das asco.- Movía la cabeza y el
cuerpo frenéticamente. Los pechos le bailaban. Tenía los ojos hinchados y un
moratón en el pómulo izquierdo. Le escupió.
- Si yo soy un borracho, tú eres
una paranoica. Estás loca nena, loca. Eres una puta loca. Entérate. Si bebo es
para poder soportarte. La vida sin alcohol sería un infierno. Mírate. Desnuda,
como siempre. Borracha. ¿Quién te sacó de la puta calle? ¿Quién te dio una vida
fuera de la calle, nena? Eras una simple ramera y siempre lo serás.- Andrew la
abofeteó repetidas veces. Tenía la camisa completamente teñida de rojo,
desabotonada hasta la mitad y en su cara se podían apreciar los rasgos
característicos de un loco. Escupía mientras vociferaba, y en la comisura de
los labios tenía acumulada una sustancia blanquecina. Ella movía el cuello. Gritaba e insultaba a su
marido sin parar, hasta ese último golpe.
Cayó a plomo sobre las baldosas
de la cocina. Andrew le había dado un puñetazo en la sien tan fuerte que hizo
que Susan se tambaleara y cayera como un saco de cemento. No se movía. Estaba
inconsciente. El golpe de su cabeza contra las baldosas sonó seco. Sordo. Como
si un bloque de piedra hubiera caído de repente. Su cuerpo estaba boca arriba
con la cabeza ladeada y un hilillo de sangre le salía por los oídos. Los brazos
los tenía en cruz. Los pechos caídos hacia los costados. Una pierna estirada y
la otra recogida. De repente, el silencio se apoderó de la cocina, de la casa,
del vecindario entero. No se escuchaba nada. Andrew se quedó inmóvil, de pie,
con los brazos extendidos frente a su mujer que yacía en el suelo. Permaneció
en esa misma posición un minuto. Se arrodilló para inspeccionarla. Le cogió las
muñecas. La gritó, le dio bofetadas, le tomó el pulso. Nada. Susan no se movía,
no reaccionaba. Alrededor la cocina parecía una zahúrda, como si toda una
manada de búfalos hubiera arrasado con ella. El suelo estaba repleto de platos,
vasos, cubiertos y demás instrumental de cocina. Y de sangre. De sangre de los
dos. Un charco de sangre muy brillante y roja se iba formando bajo la cabeza de
Susan.
2
Andrew llevaba a Susan en el
maletero. Conducía su monovolumen y se dirigía por una carretera a las afueras
de la ciudad. La carretera era estrecha, sin arcén, y estaba flanqueada por una
arboleda espesa que limitaba mucho la visibilidad. Condujo durante más de media
hora. Un solo coche se cruzó con él. Su cara reflejaba el miedo, la
incertidumbre. Miraba al frente sin apartar los ojos del pavimento. Los llevaba
entrecerrados. Una gasa manchada de sangre colgaba de su nariz y movía
continuamente sus manos sujetándola. También golpeaba con ellas el volante. Se
maldecía en voz alta. En la radio sonaba una canción. Era de noche y los
mosquitos iban a morir contra la luna del coche, inundándola. Giró a la derecha
y se metió por un camino de tierra. Los neumáticos pasaban por encima de los
baches y hacían que el coche se tambaleará como si fuera un barco a la deriva.
El estado del camino era malo, cada vez peor, y la oscuridad más profunda a medida que se internaba en el
bosque. Los faros iluminaban el frente como dos espadas que hendieran la
oscuridad. Al rato frenó. Quizá hubieran pasado cinco minutos, o diez, no más.
Andrew se bajó del coche y abrió el maletero. Allí estaba el cuerpo de Susan
inerte, lívido, sin vida. Una manta la cubría el cuerpo como si cubriera un
juego de palos de golf. Solo mantenía fuera la cabeza. Los labios se habían
tornado azules, y el moratón de la cara se había convertido en un gran edema.
Estaba violeta. Y ya no sangraba. Andrew sacó una pala del maletero, se alejó
del coche en la dirección que apuntaban los faros, y comenzó a cavar.
3
El último montoncito de tierra
cubrió a su mujer. Andrew, llevaba más de dos horas trabajando en el agujero.
El sudor le resbalaba por la frente. “Oh nena, por qué hemos tenido que llegar
a esto, nena, nena, yo no quería. Perdóname.” Junto con la voz de Andrew
lamentándose, los búhos emitían su particular ulular, el cual se entremezclaba
con su respiración y el sonido característico de la pala golpeando la tierra.
Ya había terminado. La gasa se le había caído, su nariz era un gran pegote de
sangre reseca y los zapatos los tenía llenos de polvo. Los pantalones también.
Los llevaba manchados de arena hasta las rodillas. Se colocó justo encima de la
tumba y la comenzó a pisotear. De un lado a otro. Caminaba de un lado a otro aplanándola.
Dando pisotones fuertes. No había cavado muy profundo. Recogió unos cuantos
arbustos y ramas secas y las dispuso sobre ella. También piedras. Miró en derredor
suya y se sacudió la arena concienzudamente. Después se dirigió al coche,
recogió la pala y la manta, las metió en el maletero, y se montó en el asiento
del conductor. Había matado a su mujer y después la había enterrado. Permaneció cinco minutos
sin decir nada y arrancó el coche. “Oh nena, nena…”
4
Tres horas después…
Abrió los ojos y no vio nada. La
oscuridad lo inundaba todo. Intentó mover sus brazos pero no podía. Una
resistencia se lo impedía. Tampoco podía mover sus piernas, aunque estás cedían
un poco cuando presionaba con más energía. ¿Dónde estaba? El abrir los ojos y
no ver nada es lo mismo que tenerlos cerrados. No se acordaba de nada, no sabía
dónde estaba, pero sí sabía que estaba viva. Era consciente que respiraba, con
dificultad pero lo hacía. Procuró contar hasta diez. Procuró calmarse y
analizar la situación en la que se encontraba. Recordó que estuvo bebiendo. Era
lo único que podía recordar. Recordó la botella de vodka, los chupitos.
Mientras lo hacía movía las piernas. Poco a poco. Las movía de un lado a otro y
las extendía. Cada vez tenía más recorrido, más espacio. Recordó que llegó su
marido. Movía los brazos de arriba abajo a la vez que abría y cerraba los puños.
Sentía la tierra al tocarla, al morderla. La sentía en sus labios. Era tierra
lo que la rodeaba. Estaba enterrada. La habían enterrado viva. Recordó la discusión,
los golpes. Recordó el marco roto, la fotografía, la cocina completamente
desordenada. Recordó el reguero de sangre de su marido gritándole puta y
borracha, y los golpes. Quería gritar pero no podía, porque cada vez que movía
los labios le caían montoncitos de arena sobre ellos. No paraba de dar patadas,
de extender los brazos hasta lo que le permitía la tierra. Estaba cavando hacía
arriba sin parar. Le animaba el hecho de que cada vez tenía más rango de
movimientos y la arena se removía bien.
Su ánimo crecía a medida que el espacio vital aumentaba. Ya no estaba tan
comprimida como cuando se despertó. Ahora podía moverse bastante, aunque seguía
respirando con dificultad. Sentía el frío de la tierra sobre su cuerpo. Su
humedad. Sentía escalofríos y hambre. No paraba de agitarse y estremecerse. De
repente sintió una corriente de aire, una bocanada de oxígeno, la luz al final
del túnel. Sintió esto en el momento que estiró el brazo y la resistencia de la
tierra desapareció. Había logrado abrirse camino. Había logrado escapar de su
tumba.
5
Andaba en bragas y con el pecho
descubierto en el frío de la noche. Había logrado escaparse de su tumba y ahora
miraba el agujero desde arriba. Maldito hijo de puta pensaba. Ahora lo
recordaba todo. La pelea, los golpes, todo. Su marido la había golpeado y quedó
inconsciente, y no tuvo los cojones de ir a la policía. Me enterró viva. Pensó
que eso sería lo mejor, pues ahora verá. ¿Dónde estaba? Era aún de noche y
hacía frío. Estaba congelada. Sentía la tierra y las irregularidades del terreno
bajo sus pies. Se tocaba la sien. Le dolía la cabeza y se sentía mareada.
Comenzó a andar buscando una vereda o un camino, algo. Se abrió paso a través
de los arbustos y de la hojarasca. Las ramas la arañaban. Su cuerpo se iba
llenando de pequeñas heridas y de arañazos. La planta de sus pies la tenía
llena de llagas y ampollas. Le dolían a cada paso, pero no paraba por ello. Podían
más el miedo y el frío y las ganas de venganza hacia su marido. El instinto de
supervivencia. La luna no brillaba mucho. Había nubes en el cielo y una brisa
fría hacía mecerse las hojas de los árboles. Crujían. El sonido era casi
agradable. El silencio de la noche lo interrumpían los ruidos de los animales
nocturnos que se multiplicaban y alternaban entre ellos. Ladridos de algún
perro, búhos, grillos...En medio de ese abismo, Susan continúo andando desnuda,
buscando una salida, una salvación.
6
Encontró un camino. No sabía en qué
dirección andaba. Norte o sur. Este u oeste. Qué más da. A algún lugar
llegaría. De repente vio una luz a lo lejos. Llevaba andando unos treinta
minutos sin parar. Había seguido el camino y ahora veía una luz al fondo. Sería
de algún cortijo o casa de campo, pensaba. Brillaba como una estrella. Era su
salvación o eso esperaba.
Aligeró el paso pese a las
heridas y los dolores. La luz se hacía poco a poco más grande y más intensa.
Cada vez la tenía más cerca. Ya podía apreciar la silueta de una casa, como de
un galpón grande. Estaba convencida, era una casa. En medio de la noche se
distinguía su tejado y un humo vertical que se elevaba hacía las nubes. Sería
la chimenea.
Le abrió un hombre mayor. Tenía
una cabeza redonda y colorada y no tenía cuello. Era calvo. Gordo. De cara
afable. En sus ojos se podía apreciar que lo habían despertado. Vestía unos
pantalones y camiseta de algodón y llevaba una bata encima. Una curva generosa
le nacía a la altura de la barriga. Hacía frío. Detrás suya se podían observar
los últimos rescoldos del fuego en la chimenea. Se quedó mirando estupefacto a
la mujer que estaba plantada frente a él. Estaba desnuda, con la cara amoratada
y el cuerpo lleno de arañazos y heridas. ¿Sería un sueño? ¿Una pesadilla? Con
la boca abierta, embobado, escuchaba el relato que Susan le contaba. Estaba
llorando. La dejó pasar inmediatamente y la hizo sentarse frente a la chimenea.
Le buscó ropa y mantas y le ofreció algo de beber. Fue a buscar más leña
mientras Susan entraba poco a poco en calor y ordenaba sus ideas. Lo mataré, lo mataré muy lentamente, hasta
que exhale su último aliento y lo vea morir despacio.
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